miércoles, 25 de abril de 2018

Olvidos

Estaba apurada. Eso fue hace unas cuantas horas. Cuando todavía podía alcanzar los objetivos del día. Antes de salir decidí dejar la ropa lavándose. Era muy importante que hiciera ese lavado. Recordé por qué cuando ya lo había hecho. Tenía que lavar la mochila celeste con puntilla color crema en el bolsillo. Es importante que lo detalle. Esa puntilla es lo que primero se ensucia. La primera vez que se me ensució pensé en refregarla a mano. Pero en cuanto volví a pensarlo me di cuenta de que la fricción de un cepillo o incluso de mis manos la iba a romper. Probé con el lavarropas temiendo que las tiras de cuero destiñeran. Por suerte no lo hicieron. La mochila no es algo que puedo lavar cualquier día. Es la única que tengo y la uso cuando voy en bici. Tengo que calcular los días que no saco la bicicleta para ir a mis clases. Y que coincida con un día de sol. Si la mochila no la tengo lista no puedo usar la bicicleta. Una cosa no se desprende de la otra hasta que no se explica a dónde voy y qué llevo en la mochila y por qué no puedo usar un bolso. Llevo muchas cosas. Cosas para dar clase de distintas cosas. Libros y bandas elásticas. Así es mi vida. A veces incluso llevo Lisoform y trapos porque tengo que tirarme sobre lugares mugrientos.
Hice el lavado. Pero no sólo me olvidé de agregar la mochila a la pila de ropa: me olvidé de poner la manguera en el desagüe de la pared. Lo lógico sería que la manguera estuviera ahí siempre. Pero a poco de mudarme, la casa (el monoambiente) empezó a oler a cloaca. Yo hice catarsis con Lorenzo mientras prendía palosanto y Lorenzo se fijó y me dijo que para él el olor venía de ese agujero en la pared. Está todo mal hecho esto, dijo. Tenía razón. Para que el olor del desagüe de cocina y lavarropas no siguiera invadiendo mi hábitat, sacamos la manguera y pusimos una media hecha un bollo. Santo remedio.
Pero hoy me olvidé de meter la manguera en el hueco y prendí el lavarropas con toda la carga. A los pocos minutos vi que una lengua gigante de agua avanzaba a toda velocidad hacia la alfombra. Traté de meter los brazos entre el lavarropas y la pared para agarrar la manguera y meterla en el agujero pero tenía poco espacio y la manguera, resbalosa por el agua, se me escapaba. Tampoco podía doblarme lo suficiente sobre el lavarropas y además mis ojotas patinaban en el piso. Me abracé al aparato y empecé a correrlo para tener más lugar. El agua mientras seguía saliendo a borbotones. Detecté que iba a mojar la zapatilla donde van a parar todos los enchufes, así que solté el tambor y entré a tirar de los enchufes sacando los cables del agua. Volví a retreparme sobre la tapa del lavarropas ya apagado. La manguera seguía tirando agua a lo loco y la llave de paso está en un lugar abajo de la mesada tan pero tan inaccesible que me hubiera llevado diez minutos más de agua alcanzarla y cerrarla. Manoteé la manguera, la perdí, manoteé hasta que pude calzarla en el agujero.
Escribo todo esto y no puedo dejar de pensar en la connotación sexual: tanta manguera y agujero. Pero nada más lejos del sexo que este imprevisto doméstico y la desesperación que ocupaba mi cabeza. Tuve que sacar todo a la terraza. Ahí uno se da cuenta de todo lo que tiene. Cuando vas al shopping sos consciente de todo lo que te falta. Cuando se te mojan las cosas de adentro de tu casa, quisieras vivir en un galpón desamueblado.
Mi agenda del día también quedó mojada y arruinada.
Cuando me reconcilié con el accidente y agradecí que por lo menos hubiera sol y todo este calor hermoso, dije: ahora me tomo unos mates para relajarme y leo Hacerse el muerto, un libro de cuentos de Andrés Neuman que compré el otro día y todavía no pagué. No lo encontré. Recordé entonces que lo había sacado temprano a la mañana de la mochila que no lavé, en el mostrador del laboratorio donde me sacaron sangre. Adentro del libro llevaba la orden. Me quité los anteojos de sol y estuve muy atenta a no olvidármelos porque perdí los otros -nuevos- hace dos semanas y estos -más nuevos- me salieron una fortuna. Así que mientras firmaba papeles miraba los anteojos. Tanta atención puesta en los anteojos me hizo descuidar el libro de Neuman. Había un cuento ahí que quería escanear para los chicos del taller. Tiene una estructura perfecta. Se llama Anabela y el peñón. Ya no lo tengo.
Ayer me olvidé una campera en no sé dónde y anoche tuve un sueño en el que íbamos con Lorenzo a mi anterior departamento a buscar algo de suma importancia.
Cuando desperté, olvidé qué era. Lo traté de recordar mientras me sacaban sangre, mientras el lavarropas se desbordaba, mientras el costo de vida aumenta, mientras me disperso y dejo partes de mí en lugares donde nadie vendrá a recogerme.