sábado, 14 de noviembre de 2015

Crónicas y lecturas


14 de noviembre de 2015


Dos mujeres.
Así, con estas dos palabras, comienza Placebo, la novela de José María Brindisi editada por Entropía en 2010. Mujeres se ven todos los días. Una Mujer es lo que un hombre promedio tiene o desea  -o, también, desea dejar de tener. Pero Dos Mujeres y ya queda, desde la primera línea, instalada una sugerencia potente: la apelación a la fantasía masculina  -o al conflicto- de tener dos, o al temor femenino de no ser la única. Estas posibilidades, trilladas, por cierto, aparecen rápidamente en la escena mental del lector, sin que se descarten, por supuesto, otras vías narrativas más inquietantes.
     Estoy sentada a una de las mesas de Hermann, esperando que nos traigan el matambrito al verdeo y el lomo a la pimienta. Mi compañero picotea de la panera, horada las hogazas de pan desechando la miga y llevando a su boca la cáscara. Rara vez es agradable ver comer a otro. Observo la mesa que tengo enfrente. Dos mujeres. En realidad son cuatro, pero dos permanecen en sombra. Un grupo de cuatro amigas muy mayores que se acomodó en dos mesas con gran despliegue de abrigos, chalinas y bastones. En la mesa más alejada, las dos que observo, enfrentadas una a la otra, están en las antípodas de las mujeres, las dos mujeres, que describe Brindisi en su novela (“Dos mujeres en el centro de sus vidas, de su universo, en el principio del mundo, antes de la angustia”). Acá, en Hermann, mientras mi compañero mordisquea una cáscara crujiente y mira tal vez hacia las fotos turísticas de ciudades alemanas que penden por encima de una larga repisa de vinos de la que cuelgan polvorientas plantas de plástico, la mujer de la derecha ahueca su pecho y lleva hacia adelante un par de hombros que encierran un collar de perlas falsas, unos botoncitos temblorosos de nácar, un estampado de grandes flores plisadas que sucumben sobre un fondo blanco lejos de  la piel, de los senos insostenibles. La nariz aguileña no llega a conferir un carácter a ese rostro contrito, del que sobresalen los huesos como rocas escarpadas en una tierra inhóspita. El mozo ya les ha servido el vino. La mano de la mujer tiembla al abrir la servilleta blanca. El movimiento equivocado, torpe, certero, queda esfumado por el temblor. La copa de su amiga, la que tiene enfrente, cae con estrépito sobre el plato y le salpica el escote voluminoso, donde una ira infinita como los años acumulados, empieza a palpitar bajo un muy mal logrado disimulo. La mujer de la izquierda es todo lo contrario a Nariz Aguileña. Donde ésta es cóncava, la otra invade con sus pechos gigantes, incontenibles. Toda ella, la de la izquierda, se derrama sobre la silla y la desborda. La silla desaparece bajo sus mullidas asentaderas. Tiene los labios gruesos pintados de un rojo artero y las uñas sobresalen de sus dedos acolchados como diez filosos cuchillos asesinos. Mientras la otra se deshace en disculpas y empieza a secar todo con su blanca servilleta que se tiñe de sangre, la gorda hace un gesto que intenta dispensar pero que termina tirando su propia copa sobre el plato de la otra. El pecho mustio de la flaca, que cruzaba sobre los platos limpiando el estropicio, queda ahora todo mojado de vino. Las flores tosen bajo un río púrpura, dos mozos vienen a disuadir a las señoras del duelo al que parece, sin querer, se han retado.
     Un tercer mozo se esmera en servirnos mientras en la mesa de las amigas, el orden de nuevos manteles y vajilla establece una tregua. Mi compañero se concentra en las papas que nadan entre la crema y la salsa del lomo. Vuelvo a las mujeres de José María Brindisi. “Una u otra observa los autos que pasan como luciérnagas, los observa apenas una décima de segundo, como un Dios que se digna bajar a la Tierra”. Entre las jóvenes mujeres de Placebo y estas amigas irritadas ha pasado una vida. Unas “parecen estar inventando el mundo”, las otras dan la impresión de emitir un grito sordo, constante, antes de que el mundo termine con ellas. Entretanto se tiran el vino, esgrimen la farsa protocolar de una disculpa en la que no creen. “Dos mujeres. Dos mujeres bajo el sol, sobre el capot de un auto deportivo, al borde de la ruta”. Yo me encuentro en algún lugar entre las de Brindisi y las que comen en Hermann. Tengo que tomar una decisión, pienso. Levanto la vista hacia mi compañero y le pregunto si el lomo está bien.  









    






15 de noviembre de 2015

Todo oscuro, sin estrellas es el título de un libro que reúne cuatro nouvelles de Stephen King. El libro salió en 2010 y acá, en la Argentina, fue publicado en 2013. La primera historia, titulada 1922, fue la que más me costó leer. Un narrador en primera persona que, en cierto sentido, busca una forma de redención, confiesa el asesinato de su mujer, perpetrado en 1922. El relato del hecho es revulsivo. El mismo autor admite en el epílogo que estas historias pueden ser difíciles de leer en algunos momentos y que a él, también en algunos tramos, le resultó difícil escribirlas. Así que agarré el libro, que me había prestado un amigo fanático de King, y cuando la sangre y las ratas empezaron a caerse de las páginas, lo abandoné durante varios meses. La lectora obstinada que habita en mí, reincidió. Volví a la carga. Atravesé de nuevo todas esas escenas sórdidas donde uno no puede sentir la piedad que en algún momento este narrador asesino pide que sintamos por él. Sólo al final me alcanzó este sentimiento, cuando el hombre en cuestión es hallado muerto en un hotelito de Omaha, víctima de las dentelladas que él mismo fue repartiendo por todo su cuerpo.  Y es acá, al final, donde aparece el procedimiento: King se vale de un artículo de prensa del año 1930 y a partir del trágico final de este hombrecito enigmático, urde la trama de su locura.
     Todo oscuro, sin estrellas es un libro de procedimientos literarios. En Camionero grande, una escritora de novelas de misterio es emboscada en una ruta prácticamente intransitada por un gigante perverso que la secuestra, viola y arroja a unas tuberías hediondas creyéndola muerta, donde se topa con los cadáveres de otras víctimas de la bestia. En su larga huida del perseguidor, como escritora que es, va repasando las convenciones del género y anticipándose a lo que, si se tratara de una novela o una película, sería dable esperar. Por ejemplo, cuando desde la inmunda acequia a la que fue arrojada, oye el rugido de la camioneta de su violador alejándose, se obliga a no bajar la guardia: "Es un truco", se dice. "No me importa lo que hayas oído, él todavía sigue aquí". "Esta vez", sigue el texto en la voz de un narrador en tercera que se acerca mucho al punto de vista de Tess, la protagonista, "la idea era más poderosa. Que no viera nada en la boca de la alcantarilla la hacía más poderosa. En una novela de suspense, este sería el momento de falsa relajación que precede al gran clímax. O en una película de miedo. La mano blanca que surgía en el lago en Defensa. Alan Arkin que se abalanzaba sobre Audrey Hepburn en Sola en la oscuridad". Pero lo que revela la historia es que la realidad supera a la ficción y el conocimiento de dichas convenciones no le sirve para prever la conducta del asesino.
     Una extensión justa narra el viejo y revisitado, en la literatura y el cine, pacto con el diablo. Streeter, el protagonista, padece un cáncer terminal. En la parcela de grava que se extiende junto a la valla que marca la propiedad del aeropuerto de Derry, siguiendo el recorrido de la Extensión de Harris Avenue, suelen instalarse puestos de venta. La tarde que Streeter detiene su auto en la banquina para vomitar  -estaba sometido a un tratamiento de quimioterapia- sólo hay un hombre con una mesa plegable y una sombrilla amarilla. El hombre vende extensiones. Streeter negocia una extensión de vida. Alobid  -las letras de la palabra "diablo" resultan un recurso demasiado obvio- hace hablar al enfermo hasta que éste llega al nudo de frustración e ira que pudo ocasionar su cáncer. Y este nudo tiene la forma de su exitoso amigo Tom Goodhugh que en su juventud le quitó la novia. Alobid habla de "transferir el peso", de hacerle una "putada" a alguien para poder deshacer la "putada" que le han hecho a él. Así, una vez suscripto el pacto, la enfermedad de Streeter empieza a remitir a la vez que la vida perfecta de Goodhugh se convierte en una larga ristra de acontecimientos trágicos. La narración del transcurso del tiempo en que se da esta ininterrumpida serie de milagros por un lado (para Streeter) y desgracias por el otro (para Goodhugh), está marcada por los hechos aciagos padecidos, paralelamente, por personalidades del mundo del espectáculo. Veamos un par: "En diciembre (de hecho, el mismo día que Winona Ryder fue trincada por hurto en unos grandes almacenes, el doctor Roderick Henderson declaró a Dave Streeter 'libre de cáncer'". Y algunos años más adelante: "En 2007, Kiefer Sutherland ingresó en prisión (no por primera vez) por conducir en estado de embriaguez, y el marido de Gracie Goodhugh"  -hija de Tom, el "amigo" de Streeter- "murió en un accidente de tráfico". O más adelante aún: "En junio"  -de 2009- "Michael Jackson estiró la pata. En agosto, Carl Goodhugh"  -otro de los infortunados hijos de Tom- "fue e hizo lo propio al atragantarse con un trozo de manzana".
     Por último, en Un buen matrimonio, Darcy Madsen se tropieza en el garaje con una caja de cartón cuyo contenido  -y lo que está más allá, el zócalo movible que tapaba la caja- le revela, tras veintisiete años de matrimonio, la inenarrable verdad tras el aspecto anodino de su marido. Busca, rogando que los datos lo desmientan pero a la vez sabiendo que esto no sucederá, relacionar a su marido, un contador apasionado de la numismática que solía viajar para comprar en remates colecciones de monedas, con una serie de crímenes sexuales no resueltos. Para ello apela a las anotaciones de sus agendas de años anteriores donde las ausencias de su marido, sus viajes de coleccionista, coinciden con las noticias, en esos días, de asesinatos siniestros. A partir de este descubrimiento, Darcy actualiza a la Esposa Oscura porque ¿cómo se puede vivir en intimidad durante tanto tiempo con alguien sin conocer su verdadera naturaleza?
     Además de los procedimientos narrativos, es interesante el rol de la ley en estas historias. Los representantes de la ley son personas débiles que siempre llegan tarde o directamente no aparecen. Los personajes toman la ley en sus manos y ésta, en ellos, adquiere la forma de la venganza. Cada uno repara una injusticia a partir de la creación de leyes propias que sólo pueden regir en mundos cerrados, asfixiantes. Y si algo demuestran estas nouvelles es la cercanía que existe entre el proceder de las víctimas y el de los victimarios, y la ausencia de culpa en todos. La que quizá presenta una diferencia en este sentido es Una extensión justa, relato en el que la víctima desconoce las verdaderas razones de su calvario y, por ende, no busca vengarse.