domingo, 21 de octubre de 2018

Cargar la suerte


Una semana atrás habíamos estado hablando con Lorenzo acerca de la inconveniencia del videoclip y mencionó uno de Spinetta, el del tema La montaña. El estribillo dice: trepen a los techos, ya llega la aurora. Y Spinetta, que fuera del rapto lírico era muy irónico incluso respecto de sus propias creaciones, “ilustra” el tema en el videoclip con un ama de casa que trepa a los techos seguida por quienes parecen sus hijos, ansiosa al ver llegar una camioneta con la heladera Aurora, tan esperada. Toda la mística de la canción se congela con esa heladera. El tono, aquello a lo que remite el tema, la música, todo es cascoteado por un mal chiste. Como si Spinetta dijera: “ya está, llegó la era del videoclip, hagamos algo que sea una cagada, que esté en el mood idiota de los videoclips”. Pero lo que termina bastardeando es su propia canción. Y yo le decía a Lorenzo que con Calamaro me pasaba un poco eso también.

     Pero después me di cuenta de que no. El videoclip en Calamaro funciona como la teoría del iceberg de Hemingway que tan bien conocen los escritores y quienes asisten a talleres literarios. La poética de Hemingway se embandera con la metáfora del iceberg. La punta es lo que vemos pero lo más importante permanece sumergido. Las palabras del texto se vuelven fundamentales no por lo que dicen sino por lo que lograron callar. La omisión hace que el texto estalle en sentidos, que se potencie la densidad del lenguaje y el lugar del lector que repone eso que late entre las palabras.

     La canción es lo residual de una historia que Calamaro nos deja entrever. El videoclip permitiría asomar la cabeza a algún fragmento que pudo haber dejado su  pegote en el frasco de la canción.



Videoclip Verdades afiladas.

Entre dos imposibles.

Un taxista recorre la ciudad. Cada pasajero o par de pasajeros que sube al auto, sube también una historia. El melancólico, la chica con contracciones de parto, dos tipos duros, una pareja de hombre viejo y rubia joven. Algo pasa con esa pareja. Por momentos parecen acercarse y por momentos cada uno mira su ventanilla, ofuscado. No sabemos si el taxista conoce a la mujer o si esa mujer le recuerda a otra. En cualquier caso, la mirada del conductor sobre ella está cargada de  pasado. Es una mirada expectante pero la mujer está ocupada en las contradicciones que mantiene con el hombre mayor del asiento de atrás. Hasta que en uno de los viajes conjuntos, la chica, luego de un enésimo altercado, busca en el espejo retrovisor la mirada, quizá incluso la complicidad, de quien maneja. El taxista lo comprende enseguida y gira hacia el asiento de atrás para encontrarse con ella  -ya no a través del espejo. Pero cuando lo hace pierde el control del auto y es embestido.

     La canción. Una mujer termina una relación y se despide a través de una carta. Quien la recibe se encuentra atrapado por “verdades afiladas”. Hubiera preferido despedirse con un beso. A partir de ahí, se baten a duelo la voluntad de olvidarla y el deseo de que vuelva, de cualquier manera, siéndole infiel al otro inclusive. Porque este hombre una esperanza no tiene: la de que ella vuelva enteramente con él. Tiene en cambio algunas certezas: “si no existo a tu lado, ya no existo”, “lo prohibido se permite mucho juego”, “confío en la promesa del olvido”, “no va a ser igual con él”.

     En la canción ella no vuelve. En el video, ella (ella misma u otra ella) responde a la solicitud de una mirada, pero cuando él va a confirmar su deseo (estar con ella), algo pasa, un camión, un auto, algo pasa que hace que todas las posibilidades (olvidar, encontrarse) estallen. El hombre queda solo y malherido. Ensangrentado. Piensa si no sería mejor haberse muerto  -o matarse.

     Pero no muere. Imposible la muerte, imposible el olvido, imposible el amor.

     ¿Qué verdad puede ser más afilada que quedar atrapado entre cosas así?



(Dato curioso: Andrés presentará el disco el 2 de noviembre, Día de Todos los Muertos. El disco se llama Cargar la suerte. Un guiño al mundo de los toreros. Sin embargo, no replica el nombre de algún tema ni de un verso. “Cargar la suerte” es una técnica pero a la vez es mucho más que eso. Para Calamaro funciona como metáfora de una filosofía de vida. En tauromaquia “es una forma genuina y pura de torear ofreciendo el cuerpo”. ¿Se ofrece el cuerpo el día que se muere? ¿O se muere el día que lo retaceamos? Para el torero Domingo Ortega, no se toreaba sin cargar la suerte, sin echar el cuerpo hacia adelante con la pierna contraria al lado por el que viene el toro. Otros toreros opinan que la suerte se carga mejor con los brazos. En todo caso, el objetivo es desviar al toro de su trayectoria y alejarlo del terreno del torero. Andrés Calamaro sale a torear, presenta una ofensiva a sus fantasmas pero no para trenzarse con ellos sino para no ser su blanco o por fin alejarlos).

viernes, 19 de octubre de 2018

Chupetes

Quería escribir algo sobre las madres, a propósito del Día, y en lo único que pude pensar es en chupetes. El chupete como subterfugio de las tetas reacias que van y se esconden en los corpiños -escoltadas por dedos veloces que abotonan blusas-, o hacen fiaca desparramadas bajo amplios camisones.
Yo manifesté cierta dificultad en dejar el chupete quizá porque tempranamente (oh, madre!) se me alejó de la teta. Otros vinieron a disputármela y como no soy de pelear ni armar lío, me aferré a dos chupetes viejos que me ayudaban a conciliar el sueño. Los usé ¡hasta los tres años! Ya iba al jardín y tenía una pesadilla recurrente: la señorita Marta descubría los chupetes en el bolsillo de mi delantal. Yo no era la nena híper adaptada que fingía ser: era un bebé tardío con el pelo colgando hasta la mitad de la espalda.
Ése fue el primer secreto que compartimos con mamá: no le diríamos a la señorita Marta que todavía usaba chupete. También fui cómplice de sus travesuras. No tenía que decirle a Pepe, mi abuelo, que nos llevaba en escoba hasta el almacén de Poroto. Las nenas todavía no habían nacido y la escoba de mamá no volaba. Pero íbamos con mis tres hermanos varones a caballito del palo mientras ella barría la calle Suipacha y nos cruzaba a la vereda de enfrente. Lo otro que era mejor callar es que cuando el bebé de turno que había en la casa se ponía demasiado molesto, podíamos, ella o yo, meter el chupete en la azucarera o en el tarro de dulce de leche y aplacarlo así, como el Dr. Lawson decía que no había que hacer.
Otra cosa que no había que hacer era meter en la boca del bebé un chupete caído al suelo desde el cochecito. Entonces las calles del nuevo barrio eran de tierra y ya habían nacido mis dos hermanas menores. Mamá les decía a sus amigas que yo era como una mamita así que me tomé ciertas atribuciones. Si las llevaba a pasear y el chupete se les caía, lo limpiaba con el borde de la remera y después, como toque final, lo chupaba con mi propia boca para terminar de eliminar la tierra.
Quizá por esto de creerme un poco la mamá, el día que mis hermanas dejaron el chupete lloré como si a mí me hubiesen arrebatado algo irremplazable. Las subieron al Dodge GTX dorado que tenía mi papá y les dijeron que iban a entregar los chupetes al chupetómetro de Carlitos Balá. Por supuesto, nadie iba a ir hasta el canal. Vivíamos muy lejos. Así que les abrieron las ventanillas de atrás y les dijeron que tiraran sus chupetes al viento, que Carlitos Balá los recogería. Ellas apretaron sus chupetitos una vez más y después, con gran valentía, los soltaron. A la noche, antes de irse a dormir, me contaron la hazaña en su hermosa media lengua azorada. No recuerdo qué premio daban en el programa de Balá a los que entregaban el chupete pero si había uno, seguro que mamá y papá se los dieron. No se sale indemne del engaño. Mamá tenía el corazón encogido y papá, para disimular que él también, pasaba los canales con el control remoto como un autómata.
La tarde siguiente, todos vimos a Carlitos Balá. Mis hermanas acercaban sus deditos sucios a la pantalla. Intentaban reconocer sus chupetes en el chupetómetro, asegurarse de que Balá los había levantado. Dije que me iba a jugar a lo de Pato y salí corriendo a la calle para ver si los encontraba, si todavía estaban ahí, huérfanos de deseo y de bocas, esperándonos.


lunes, 15 de octubre de 2018

Bradley Cooper no me hagas llorar

El recital ha terminado. Fue multitudinario. Las fans lo persiguen hasta la salida pidiendo autógrafos, fotos, alargando aullidos y brazos. El cantante logra meterse en el auto. Cubre la mitad de su cara con un sombrero. Bebe con avidez. Las calles avanzan sobre su botella vacía. Desesperado, le pide al chofer que pare en cualquier lado donde se pueda conseguir algo. Se detienen en un tugurio. El barman lo reconoce y lo invita a unas copas y a que se quede a ver el show de su amiga.
     Así empieza Nace una estrella, de Bradley Cooper. Cuarta remake del clásico hollywoodense. Una historia de amor imbatible. La chica (Lady Gaga) canta La vie en rose y Jackson Maine se enamora. Reconoce y estimula su talento. La lleva a sus propias presentaciones para que cante arriba del escenario. Cuando llega el momento en que interpretan a dúo Sallow, el tema de la película, salgo del cine llorando. Me pongo a buscar a Cooper entre la gente que hace cola para entrar a otras salas. Antes de la función me había parecido verlo pero pensé que no, no podía ser. Ahora estoy segura de que se trataba de él y estoy segura de otra cosa que me avergüenza decir. Agarro del brazo a una empleada del cine que reparte programas con abulia. "¿Te diste cuenta que Bradley desapareció de los posters de la película?". La chica me mira aturdida. Entrega los programas a su compañero y me sigue hasta la calle. Al observar las puertas de vidrio comprueba que no miento. La figura de Bradley Cooper con su guitarra frente a Lady Gaga, ha desaparecido. "¿Qué podemos hacer?", pregunta desolada. Y después, como para sí: "Vamos a tener que pedir nuevos carteles a la distribuidora". Meto la mano en el agujero negro de la foto y soy succionada por un viento feroz. La chica se tapa la boca abierta con una mano de asombro. Quiero decirle que no se preocupe y sin darme cuenta asumo una misión: "pronto te traigo a Bradley", aseguro, "y emprolijamos la cartelera". El viento me aleja de las puertas de vidrio. Empiezo a reírme. Al fondo del túnel, Cooper también se ríe. En ese momento sé que no voy a volver. Corro hasta el final. Cuando salgo del otro lado ya no lo veo. Temo haberme equivocado y miro hacia atrás, donde todo es oscuro. Siento vértigo. Vuelvo a girar la cabeza y descubro a un hombre encorvado sobre un piano. El hombre empieza a tocar una melodía que reconozco. Me pide que cante. Le digo que no sé la letra. Él me responde que sí la sé, que pruebe. No puedo negarme. La letra acude a mí como un destino. La canción se despliega mientras vivo. Tiempo después apoyo mi mano en su hombro. Él deja de tocar. Me da miedo de ese silencio, que no vengan de nuevo las canciones. Con delicadeza, el hombre me cede su lugar frente al piano. "No sé tocar", me excuso. "Sí sabés", asegura. Y toca con sus dedos el borde, marcando algo como un ritmo. Lo sigo. Continuamos.
     Algunos dicen que esto que tenemos ahora es un matrimonio. Él mira sobre su hombro, me guiña un ojo. Entonces levantamos campamento. Pero no llevamos los bártulos con nosotros. Ni siquiera el piano. Salimos de las cajas antes de que ciertas palabras nos atrapen. Queremos que las palabras sigan siendo una vocación, algo desconocido, indómito, áspero. Cáscaras de frutas nuevas. Vamos por la ruta con la boca llena de jugo y las manos pegajosas. Tenemos muchas canciones por delante. Pero no podemos cantarlas ni un segundo antes de que lleguen.



domingo, 14 de octubre de 2018

Nirvana

Cada vez que viene Sebastián aprovechamos y nos vemos todos. Sebastián vive en Estados Unidos y es mi hermano. Tengo otros hermanos pero viven acá. Milu no. Milu vive en San Luis. También cuando viene a Buenos Aires hay más programas y reuniones familiares que el resto del año. Además de charlar alrededor de las empanadas y panqueques que prepara mamá, nos relojeamos. Queremos saber, en la mirada del otro, si seguimos siendo lindos. No hay que olvidar que de chiquitos hacíamos propagandas y a mamá la paraban en la calle fotógrafos y publicistas que nos querían llevar a sus agencias. Se ve que todo eso nos marcó. Tanta mirada ajena y halagadora.
Antes de sentarme y manotear chocotorta, decidí salir a correr. Sebastián se estaba probando unas remeras y endureciendo los abdominales me invitó a lavar ropa en su tabla. Toqué impresionada esos ravioles turgentes y rosas. Él sonrió. Lo felicité también por los dientes. ¿Siempre los había tenido tan parejos? Me dijo que no. Que se había puesto aparatos después de observar lo torcidos que los tenía yo. "Dentro de cuatro años, cuando tenga la edad de ella, voy a estar así". Y fue y se los puso.
A la noche vino Gregorio. Mi otro hermano. Somos varios. No nombré a Ezequiel, que de chiquito hacía la propaganda de bombachitas Bebenil, ni a Soledad, a quien hace quince años la paraban en Nueva York con la pregunta: "¿Are you an actress?". Gregorio habló del agua de mar y los jugos de zanahoria. La imagen puede contener: 4 personas, niñosLuego sus ojos, quizá por asociación, se quedaron en mi pelo un segundo más de lo necesario. "Tres tips y quedás bárbara", me dijo. "¿Qué tips, qué tips? ¿Tan mal estoy?". "El pelo muy naranja", dijo. "Es que me lo tiño yo". "No, no, tenés que ir a un buen peluquero". Ya está. No le pregunté por los otros tips. Botox, plasma, cirugía, cualquier "tip" que pudiera dar a continuación seguro iba a ser más caro que la peluquería. Después me mostró en el celular una ristra de mujeres bellas -sus contactos del tinder- y una foto de sus compañeros de rugby a los diecisiete y ahora, cerca de los 50. Con mamá le dijimos a dúo que él parecía el hermanito menor de todos.
Son así los domingos en mi familia. Filosofamos sobre el tiempo, la belleza, la pérdida, lo irreversible, de manera muy sutil. No queremos que se note que en realidad somos intelectuales, grandes pensadores comprometidos, seres profundos, desapegados del cuerpo, monjes tibetanos o sacerdotes hindúes prontos al nirvana.