domingo, 21 de octubre de 2018

Cargar la suerte


Una semana atrás habíamos estado hablando con Lorenzo acerca de la inconveniencia del videoclip y mencionó uno de Spinetta, el del tema La montaña. El estribillo dice: trepen a los techos, ya llega la aurora. Y Spinetta, que fuera del rapto lírico era muy irónico incluso respecto de sus propias creaciones, “ilustra” el tema en el videoclip con un ama de casa que trepa a los techos seguida por quienes parecen sus hijos, ansiosa al ver llegar una camioneta con la heladera Aurora, tan esperada. Toda la mística de la canción se congela con esa heladera. El tono, aquello a lo que remite el tema, la música, todo es cascoteado por un mal chiste. Como si Spinetta dijera: “ya está, llegó la era del videoclip, hagamos algo que sea una cagada, que esté en el mood idiota de los videoclips”. Pero lo que termina bastardeando es su propia canción. Y yo le decía a Lorenzo que con Calamaro me pasaba un poco eso también.

     Pero después me di cuenta de que no. El videoclip en Calamaro funciona como la teoría del iceberg de Hemingway que tan bien conocen los escritores y quienes asisten a talleres literarios. La poética de Hemingway se embandera con la metáfora del iceberg. La punta es lo que vemos pero lo más importante permanece sumergido. Las palabras del texto se vuelven fundamentales no por lo que dicen sino por lo que lograron callar. La omisión hace que el texto estalle en sentidos, que se potencie la densidad del lenguaje y el lugar del lector que repone eso que late entre las palabras.

     La canción es lo residual de una historia que Calamaro nos deja entrever. El videoclip permitiría asomar la cabeza a algún fragmento que pudo haber dejado su  pegote en el frasco de la canción.



Videoclip Verdades afiladas.

Entre dos imposibles.

Un taxista recorre la ciudad. Cada pasajero o par de pasajeros que sube al auto, sube también una historia. El melancólico, la chica con contracciones de parto, dos tipos duros, una pareja de hombre viejo y rubia joven. Algo pasa con esa pareja. Por momentos parecen acercarse y por momentos cada uno mira su ventanilla, ofuscado. No sabemos si el taxista conoce a la mujer o si esa mujer le recuerda a otra. En cualquier caso, la mirada del conductor sobre ella está cargada de  pasado. Es una mirada expectante pero la mujer está ocupada en las contradicciones que mantiene con el hombre mayor del asiento de atrás. Hasta que en uno de los viajes conjuntos, la chica, luego de un enésimo altercado, busca en el espejo retrovisor la mirada, quizá incluso la complicidad, de quien maneja. El taxista lo comprende enseguida y gira hacia el asiento de atrás para encontrarse con ella  -ya no a través del espejo. Pero cuando lo hace pierde el control del auto y es embestido.

     La canción. Una mujer termina una relación y se despide a través de una carta. Quien la recibe se encuentra atrapado por “verdades afiladas”. Hubiera preferido despedirse con un beso. A partir de ahí, se baten a duelo la voluntad de olvidarla y el deseo de que vuelva, de cualquier manera, siéndole infiel al otro inclusive. Porque este hombre una esperanza no tiene: la de que ella vuelva enteramente con él. Tiene en cambio algunas certezas: “si no existo a tu lado, ya no existo”, “lo prohibido se permite mucho juego”, “confío en la promesa del olvido”, “no va a ser igual con él”.

     En la canción ella no vuelve. En el video, ella (ella misma u otra ella) responde a la solicitud de una mirada, pero cuando él va a confirmar su deseo (estar con ella), algo pasa, un camión, un auto, algo pasa que hace que todas las posibilidades (olvidar, encontrarse) estallen. El hombre queda solo y malherido. Ensangrentado. Piensa si no sería mejor haberse muerto  -o matarse.

     Pero no muere. Imposible la muerte, imposible el olvido, imposible el amor.

     ¿Qué verdad puede ser más afilada que quedar atrapado entre cosas así?



(Dato curioso: Andrés presentará el disco el 2 de noviembre, Día de Todos los Muertos. El disco se llama Cargar la suerte. Un guiño al mundo de los toreros. Sin embargo, no replica el nombre de algún tema ni de un verso. “Cargar la suerte” es una técnica pero a la vez es mucho más que eso. Para Calamaro funciona como metáfora de una filosofía de vida. En tauromaquia “es una forma genuina y pura de torear ofreciendo el cuerpo”. ¿Se ofrece el cuerpo el día que se muere? ¿O se muere el día que lo retaceamos? Para el torero Domingo Ortega, no se toreaba sin cargar la suerte, sin echar el cuerpo hacia adelante con la pierna contraria al lado por el que viene el toro. Otros toreros opinan que la suerte se carga mejor con los brazos. En todo caso, el objetivo es desviar al toro de su trayectoria y alejarlo del terreno del torero. Andrés Calamaro sale a torear, presenta una ofensiva a sus fantasmas pero no para trenzarse con ellos sino para no ser su blanco o por fin alejarlos).

viernes, 19 de octubre de 2018

Chupetes

Quería escribir algo sobre las madres, a propósito del Día, y en lo único que pude pensar es en chupetes. El chupete como subterfugio de las tetas reacias que van y se esconden en los corpiños -escoltadas por dedos veloces que abotonan blusas-, o hacen fiaca desparramadas bajo amplios camisones.
Yo manifesté cierta dificultad en dejar el chupete quizá porque tempranamente (oh, madre!) se me alejó de la teta. Otros vinieron a disputármela y como no soy de pelear ni armar lío, me aferré a dos chupetes viejos que me ayudaban a conciliar el sueño. Los usé ¡hasta los tres años! Ya iba al jardín y tenía una pesadilla recurrente: la señorita Marta descubría los chupetes en el bolsillo de mi delantal. Yo no era la nena híper adaptada que fingía ser: era un bebé tardío con el pelo colgando hasta la mitad de la espalda.
Ése fue el primer secreto que compartimos con mamá: no le diríamos a la señorita Marta que todavía usaba chupete. También fui cómplice de sus travesuras. No tenía que decirle a Pepe, mi abuelo, que nos llevaba en escoba hasta el almacén de Poroto. Las nenas todavía no habían nacido y la escoba de mamá no volaba. Pero íbamos con mis tres hermanos varones a caballito del palo mientras ella barría la calle Suipacha y nos cruzaba a la vereda de enfrente. Lo otro que era mejor callar es que cuando el bebé de turno que había en la casa se ponía demasiado molesto, podíamos, ella o yo, meter el chupete en la azucarera o en el tarro de dulce de leche y aplacarlo así, como el Dr. Lawson decía que no había que hacer.
Otra cosa que no había que hacer era meter en la boca del bebé un chupete caído al suelo desde el cochecito. Entonces las calles del nuevo barrio eran de tierra y ya habían nacido mis dos hermanas menores. Mamá les decía a sus amigas que yo era como una mamita así que me tomé ciertas atribuciones. Si las llevaba a pasear y el chupete se les caía, lo limpiaba con el borde de la remera y después, como toque final, lo chupaba con mi propia boca para terminar de eliminar la tierra.
Quizá por esto de creerme un poco la mamá, el día que mis hermanas dejaron el chupete lloré como si a mí me hubiesen arrebatado algo irremplazable. Las subieron al Dodge GTX dorado que tenía mi papá y les dijeron que iban a entregar los chupetes al chupetómetro de Carlitos Balá. Por supuesto, nadie iba a ir hasta el canal. Vivíamos muy lejos. Así que les abrieron las ventanillas de atrás y les dijeron que tiraran sus chupetes al viento, que Carlitos Balá los recogería. Ellas apretaron sus chupetitos una vez más y después, con gran valentía, los soltaron. A la noche, antes de irse a dormir, me contaron la hazaña en su hermosa media lengua azorada. No recuerdo qué premio daban en el programa de Balá a los que entregaban el chupete pero si había uno, seguro que mamá y papá se los dieron. No se sale indemne del engaño. Mamá tenía el corazón encogido y papá, para disimular que él también, pasaba los canales con el control remoto como un autómata.
La tarde siguiente, todos vimos a Carlitos Balá. Mis hermanas acercaban sus deditos sucios a la pantalla. Intentaban reconocer sus chupetes en el chupetómetro, asegurarse de que Balá los había levantado. Dije que me iba a jugar a lo de Pato y salí corriendo a la calle para ver si los encontraba, si todavía estaban ahí, huérfanos de deseo y de bocas, esperándonos.


lunes, 15 de octubre de 2018

Bradley Cooper no me hagas llorar

El recital ha terminado. Fue multitudinario. Las fans lo persiguen hasta la salida pidiendo autógrafos, fotos, alargando aullidos y brazos. El cantante logra meterse en el auto. Cubre la mitad de su cara con un sombrero. Bebe con avidez. Las calles avanzan sobre su botella vacía. Desesperado, le pide al chofer que pare en cualquier lado donde se pueda conseguir algo. Se detienen en un tugurio. El barman lo reconoce y lo invita a unas copas y a que se quede a ver el show de su amiga.
     Así empieza Nace una estrella, de Bradley Cooper. Cuarta remake del clásico hollywoodense. Una historia de amor imbatible. La chica (Lady Gaga) canta La vie en rose y Jackson Maine se enamora. Reconoce y estimula su talento. La lleva a sus propias presentaciones para que cante arriba del escenario. Cuando llega el momento en que interpretan a dúo Sallow, el tema de la película, salgo del cine llorando. Me pongo a buscar a Cooper entre la gente que hace cola para entrar a otras salas. Antes de la función me había parecido verlo pero pensé que no, no podía ser. Ahora estoy segura de que se trataba de él y estoy segura de otra cosa que me avergüenza decir. Agarro del brazo a una empleada del cine que reparte programas con abulia. "¿Te diste cuenta que Bradley desapareció de los posters de la película?". La chica me mira aturdida. Entrega los programas a su compañero y me sigue hasta la calle. Al observar las puertas de vidrio comprueba que no miento. La figura de Bradley Cooper con su guitarra frente a Lady Gaga, ha desaparecido. "¿Qué podemos hacer?", pregunta desolada. Y después, como para sí: "Vamos a tener que pedir nuevos carteles a la distribuidora". Meto la mano en el agujero negro de la foto y soy succionada por un viento feroz. La chica se tapa la boca abierta con una mano de asombro. Quiero decirle que no se preocupe y sin darme cuenta asumo una misión: "pronto te traigo a Bradley", aseguro, "y emprolijamos la cartelera". El viento me aleja de las puertas de vidrio. Empiezo a reírme. Al fondo del túnel, Cooper también se ríe. En ese momento sé que no voy a volver. Corro hasta el final. Cuando salgo del otro lado ya no lo veo. Temo haberme equivocado y miro hacia atrás, donde todo es oscuro. Siento vértigo. Vuelvo a girar la cabeza y descubro a un hombre encorvado sobre un piano. El hombre empieza a tocar una melodía que reconozco. Me pide que cante. Le digo que no sé la letra. Él me responde que sí la sé, que pruebe. No puedo negarme. La letra acude a mí como un destino. La canción se despliega mientras vivo. Tiempo después apoyo mi mano en su hombro. Él deja de tocar. Me da miedo de ese silencio, que no vengan de nuevo las canciones. Con delicadeza, el hombre me cede su lugar frente al piano. "No sé tocar", me excuso. "Sí sabés", asegura. Y toca con sus dedos el borde, marcando algo como un ritmo. Lo sigo. Continuamos.
     Algunos dicen que esto que tenemos ahora es un matrimonio. Él mira sobre su hombro, me guiña un ojo. Entonces levantamos campamento. Pero no llevamos los bártulos con nosotros. Ni siquiera el piano. Salimos de las cajas antes de que ciertas palabras nos atrapen. Queremos que las palabras sigan siendo una vocación, algo desconocido, indómito, áspero. Cáscaras de frutas nuevas. Vamos por la ruta con la boca llena de jugo y las manos pegajosas. Tenemos muchas canciones por delante. Pero no podemos cantarlas ni un segundo antes de que lleguen.



domingo, 14 de octubre de 2018

Nirvana

Cada vez que viene Sebastián aprovechamos y nos vemos todos. Sebastián vive en Estados Unidos y es mi hermano. Tengo otros hermanos pero viven acá. Milu no. Milu vive en San Luis. También cuando viene a Buenos Aires hay más programas y reuniones familiares que el resto del año. Además de charlar alrededor de las empanadas y panqueques que prepara mamá, nos relojeamos. Queremos saber, en la mirada del otro, si seguimos siendo lindos. No hay que olvidar que de chiquitos hacíamos propagandas y a mamá la paraban en la calle fotógrafos y publicistas que nos querían llevar a sus agencias. Se ve que todo eso nos marcó. Tanta mirada ajena y halagadora.
Antes de sentarme y manotear chocotorta, decidí salir a correr. Sebastián se estaba probando unas remeras y endureciendo los abdominales me invitó a lavar ropa en su tabla. Toqué impresionada esos ravioles turgentes y rosas. Él sonrió. Lo felicité también por los dientes. ¿Siempre los había tenido tan parejos? Me dijo que no. Que se había puesto aparatos después de observar lo torcidos que los tenía yo. "Dentro de cuatro años, cuando tenga la edad de ella, voy a estar así". Y fue y se los puso.
A la noche vino Gregorio. Mi otro hermano. Somos varios. No nombré a Ezequiel, que de chiquito hacía la propaganda de bombachitas Bebenil, ni a Soledad, a quien hace quince años la paraban en Nueva York con la pregunta: "¿Are you an actress?". Gregorio habló del agua de mar y los jugos de zanahoria. La imagen puede contener: 4 personas, niñosLuego sus ojos, quizá por asociación, se quedaron en mi pelo un segundo más de lo necesario. "Tres tips y quedás bárbara", me dijo. "¿Qué tips, qué tips? ¿Tan mal estoy?". "El pelo muy naranja", dijo. "Es que me lo tiño yo". "No, no, tenés que ir a un buen peluquero". Ya está. No le pregunté por los otros tips. Botox, plasma, cirugía, cualquier "tip" que pudiera dar a continuación seguro iba a ser más caro que la peluquería. Después me mostró en el celular una ristra de mujeres bellas -sus contactos del tinder- y una foto de sus compañeros de rugby a los diecisiete y ahora, cerca de los 50. Con mamá le dijimos a dúo que él parecía el hermanito menor de todos.
Son así los domingos en mi familia. Filosofamos sobre el tiempo, la belleza, la pérdida, lo irreversible, de manera muy sutil. No queremos que se note que en realidad somos intelectuales, grandes pensadores comprometidos, seres profundos, desapegados del cuerpo, monjes tibetanos o sacerdotes hindúes prontos al nirvana.



domingo, 30 de septiembre de 2018

La cabra




Lorenzo cree que dentro de mí guardo a una artista y cuando nos vemos le trae alimentos. Es decir, básicamente, del corral de fieras y bestiecitas que abastecen mis días me ocupo yo, la madre impensada de todas ellas. Si alguna de esas fieras quiere ponerse el mote de “artista” yo le doy lo que hace a su arte y después sigo con mi agenda. Pero Lorenzo hace algo más: me pide que le dé una oportunidad. Que saque a la cabra artista del corral. Y no me lo dice con estas palabras porque sabe que lo único que lograría es que me ría en su cara. Da un rodeo. Yo le digo, por ejemplo: “necesito plata, me voy a emplear en un supermercado -voy a poner carteles de baby sitter, voy a pedir trabajo en la boutique de la esquina, voy a dar masaje tailandés aunque tenga tendinitis en la mano derecha por haber dado masaje tailandés, voy a preparar chicos de secundaria, o podría hacer tortas mejor, voy a vender tortas”. Él se queda callado o me responde que va a comprar comida china. Vuelve. Yo ya puse la mesa. Suena un tema de Calamaro que también puse para distraerme de los miedos.
Los miedos.
(Continuará). 






lunes, 14 de mayo de 2018

Escritor busca cónyuge que lo mantenga

"Para el escritor o la escritora, no hay mejor manera de mantenerse que vivir de su cónyuge". (John Gardner, Para ser novelista). Tomá. Lo dice después de desechar las tareas de vigilante nocturno, portero, oficinista, profesor de secundario, guardabosques, profesor de escritura creativa y periodista que enumera como las que más cerca estarían de las necesidades de tiempo y energía de un escritor. Luego de rescatar el de "cartero en zonas rurales" como el mejor de los oficios posibles para el aspirante a novelista, tira lo del cónyuge.
Creo que al fin encontré una buena razón para casarme.
Lo que a Gardner no se le cruza por la cabeza es todo lo que tenés que aprender a callar cuando te mantienen.


domingo, 13 de mayo de 2018

Dilema

Me di cuenta de que mi religión son las listas de actividades que me impongo. Otros van al templo de la comida orgánica, o siguen los principios toltecas. Mi rigor son las listas: dar clase, escribir, limpiar, dar clase, salir a correr, investigar modos de entrenamiento, meditar, dar clase, buscar cuentos para los chicos del taller, teñirme el pelo, clase, reclamo Edenor, ir a Rentas (no estoy recibiendo boleta), clase, pasar por la imprenta, llamar al contador, clase, bañarme. Muchas veces Lorenzo me dijo que la limpieza de mi casa era más importante que él. Tiene razón. Hoy me puse como objetivo estar más disponible ante lo inesperado. Dejar mis listas de lado para que lo nuevo no sea vivido como una interferencia sino como una oportunidad. Pero yo sé lo que me espera al otro lado de un objetivo como éste: una voz que dirá "encontraste la mejor excusa para demorar eso que sí querés hacer, que sí querés cumplir: la excusa de estar disponible". Sostener el deseo propio agota, como todo monumento del yo. Seguir el deseo de los demás, dispersa y frustra. ¿Cuál sería la interface?


viernes, 11 de mayo de 2018

Pauls-Minujín

Acabo de leer la crítica que Alan Pauls hace a Tres inviernos en París. Diarios íntimos (1961-1964), de Marta Minujín y al fin entiendo por qué esta mujer siempre me pareció una especie de figurante bizarro que equivocó su rol y va por ahí con su pelo platinado y sus labios rojos dando alaridos para llamar la atención y que nadie se entere de nada más que de ella. Lo dice, lo va diciendo en toda la nota pero el remate es genial: "Minujín funda en esos tres inviernos en París ese peculiar narcisismo maníaco-maquínico que acaba con la sensibilidad, la empatía, la melancolía, el sentido crítico".
No me voy a comprar el libro de Minujín. Si el libro que reúne las críticas de Alan Pauls existiera, sería ése el libro que no dudaría en comprar. Cada crítica de Alan es una pequeña obra maestra de la literatura, un texto que remite en forma explícita a otro pero que es tan condenadamente bueno que uno podría quedarse ahí sin otro deseo que el de que pronto aparezca otra reseña suya (reseña es una palabra pobretona para lo que él hace, crítica es demasiado solemne). Alguien podría oponer que entonces la función de la crítica -llevar a un potencial lector hasta determinado libro- no se cumple. Pero es así con las cosas realmente buenas. Cuando estás enamorado, ¿importa tanto casarse? Casarse es una presunción que está en el futuro, justo cuando empezás a derrapar en el amor. Salirte de una crítica de Pauls para buscar el libro al que alude es un poco como salirte de la magia para buscar la magia. No. Yo quiero quedarme acá. Minujín acaba de importarme como nunca antes porque la mirada del crítico me la reveló, la hizo renacer para mí, sólo para mí. Sólo para mí ahora la artista es "tragable". Sin una gota de sensiblería, Alan me la dulcificó. No es que él haya hecho algo así. Lo hizo para mí en la intimidad del texto. Y eso hace un escritor para el lector que le está destinado.
Estos días de feria del libro hay mucha bambolla alrededor de figuras internacionales. No sabemos lo que tenemos. No sabemos lo que nos estamos perdiendo. Alan Pauls es lo internacional acá a la vuelta. Lo universal que habla nuestro idioma. Y no grita. No agita brazos ansiosos. No desacredita su propia escritura en esa especie de género menor en que muchas veces se termina convirtiendo el periodismo cultural o la crítica en manos de escritores que escriben para aparecer en vidriera. Muchos lo critican por arisco, porque no es tan fácil de abordar y eso se lee mal ("se la cree", dicen). Ojalá fueran más los escritores que sólo aparecen para decir lo que piensan. No lo que les sale decir, sino lo que vienen pensando, elaborando al margen de su obra pero sin disociarlo de ella.



viernes, 4 de mayo de 2018

La sonrisa de Sandra

Cuando me cruzo con algún famoso me pasa algo muy peculiar. Siento que yo también vengo de ese mismo mundo rutilante y a la vez secreto. Y ellos me miran, disimuladamente chasquean los dedos, tienen mi nombre en la punta de la lengua pero no llegan a pronunciarlo. Puede que hayan tenido un deja vu a futuro, ya me han visto, ya hemos sido presentados pero en un tiempo que todavía no llega con precisión a nuestros cuerpos. Entonces soy yo la que dice el nombre, la que los llama. Y todo vuelve a la normalidad.
Hoy venía de darle clase -es decir, en realidad, de no darle- a la señora Lebedev y al pasar por la puerta de la veterinaria vi a Sandra Mihanovich con un perro. No es la primera vez que me la cruzo. El año pasado la encontré en el supermercado. Empujaba un carrito vacío. Aquel día Sandra me sonrió y después bajó la vista. Es un gesto precioso que ella tiene y hoy lo repitió. Cuando te mira parece que te dijera: “Sí, soy Sandra, ya sé que me reconociste. ¡Hola! ¿Cómo estás?”. Todas esas cosas. Pero después baja la mirada por pudor o timidez o ambas cosas y sigue sonriendo pero por lo bajo. No tiene para nada una actitud defensiva como otros famosos. Le dije “Hola, Sandra”. Ella me dijo “hola”. Y eso fue todo. Pero su sonrisa se quedó conmigo y yo a esa sonrisa le estuve dando tarjetas de presentación toda la tarde. Después llegó la noche y me puse a preparar scons. Una vieja receta de Blanca Cotta. Mientras cocinaba busqué en YouTube videos de Sandra y toda una época volvió de la mano de sus canciones. Yo era muy joven cuando la descubrí y andaba por la playa con los auriculares de los viejos walkman esperando al gordito de gafas o la gente que nunca vio el sol. Cada paso y el horizonte entero estaban llenos de promesas y amores posibles. Muchas promesas y amores se cumplieron. Otros no.Todo lo que se cumple -pese a las advertencias de Truman Capote en Plegarias atendidas- sirve a la felicidad y al silencio. Con lo que no se cumple, en cambio, hacemos, o intentamos hacer, literatura. La felicidad tiene un temperamento muy, muy singular. No le gusta que uno le ande metiendo las manos o llenándose la boca de ella. No podés abalanzarte y decir "ahora sos mía". Huye despavorida. No encontré cosa alguna tan disponible y a la vez tan reticente. Ni que fuera famosa. Una vez tiré de su vestido y otra le pedí un autógrafo. Me dijo que no tenía dedos, que iba desnuda. Pero no me lo dijo con palabras porque tampoco tiene boca. Me lo dijo con la voz que tienen las cosas que se sienten.

miércoles, 25 de abril de 2018

Olvidos

Estaba apurada. Eso fue hace unas cuantas horas. Cuando todavía podía alcanzar los objetivos del día. Antes de salir decidí dejar la ropa lavándose. Era muy importante que hiciera ese lavado. Recordé por qué cuando ya lo había hecho. Tenía que lavar la mochila celeste con puntilla color crema en el bolsillo. Es importante que lo detalle. Esa puntilla es lo que primero se ensucia. La primera vez que se me ensució pensé en refregarla a mano. Pero en cuanto volví a pensarlo me di cuenta de que la fricción de un cepillo o incluso de mis manos la iba a romper. Probé con el lavarropas temiendo que las tiras de cuero destiñeran. Por suerte no lo hicieron. La mochila no es algo que puedo lavar cualquier día. Es la única que tengo y la uso cuando voy en bici. Tengo que calcular los días que no saco la bicicleta para ir a mis clases. Y que coincida con un día de sol. Si la mochila no la tengo lista no puedo usar la bicicleta. Una cosa no se desprende de la otra hasta que no se explica a dónde voy y qué llevo en la mochila y por qué no puedo usar un bolso. Llevo muchas cosas. Cosas para dar clase de distintas cosas. Libros y bandas elásticas. Así es mi vida. A veces incluso llevo Lisoform y trapos porque tengo que tirarme sobre lugares mugrientos.
Hice el lavado. Pero no sólo me olvidé de agregar la mochila a la pila de ropa: me olvidé de poner la manguera en el desagüe de la pared. Lo lógico sería que la manguera estuviera ahí siempre. Pero a poco de mudarme, la casa (el monoambiente) empezó a oler a cloaca. Yo hice catarsis con Lorenzo mientras prendía palosanto y Lorenzo se fijó y me dijo que para él el olor venía de ese agujero en la pared. Está todo mal hecho esto, dijo. Tenía razón. Para que el olor del desagüe de cocina y lavarropas no siguiera invadiendo mi hábitat, sacamos la manguera y pusimos una media hecha un bollo. Santo remedio.
Pero hoy me olvidé de meter la manguera en el hueco y prendí el lavarropas con toda la carga. A los pocos minutos vi que una lengua gigante de agua avanzaba a toda velocidad hacia la alfombra. Traté de meter los brazos entre el lavarropas y la pared para agarrar la manguera y meterla en el agujero pero tenía poco espacio y la manguera, resbalosa por el agua, se me escapaba. Tampoco podía doblarme lo suficiente sobre el lavarropas y además mis ojotas patinaban en el piso. Me abracé al aparato y empecé a correrlo para tener más lugar. El agua mientras seguía saliendo a borbotones. Detecté que iba a mojar la zapatilla donde van a parar todos los enchufes, así que solté el tambor y entré a tirar de los enchufes sacando los cables del agua. Volví a retreparme sobre la tapa del lavarropas ya apagado. La manguera seguía tirando agua a lo loco y la llave de paso está en un lugar abajo de la mesada tan pero tan inaccesible que me hubiera llevado diez minutos más de agua alcanzarla y cerrarla. Manoteé la manguera, la perdí, manoteé hasta que pude calzarla en el agujero.
Escribo todo esto y no puedo dejar de pensar en la connotación sexual: tanta manguera y agujero. Pero nada más lejos del sexo que este imprevisto doméstico y la desesperación que ocupaba mi cabeza. Tuve que sacar todo a la terraza. Ahí uno se da cuenta de todo lo que tiene. Cuando vas al shopping sos consciente de todo lo que te falta. Cuando se te mojan las cosas de adentro de tu casa, quisieras vivir en un galpón desamueblado.
Mi agenda del día también quedó mojada y arruinada.
Cuando me reconcilié con el accidente y agradecí que por lo menos hubiera sol y todo este calor hermoso, dije: ahora me tomo unos mates para relajarme y leo Hacerse el muerto, un libro de cuentos de Andrés Neuman que compré el otro día y todavía no pagué. No lo encontré. Recordé entonces que lo había sacado temprano a la mañana de la mochila que no lavé, en el mostrador del laboratorio donde me sacaron sangre. Adentro del libro llevaba la orden. Me quité los anteojos de sol y estuve muy atenta a no olvidármelos porque perdí los otros -nuevos- hace dos semanas y estos -más nuevos- me salieron una fortuna. Así que mientras firmaba papeles miraba los anteojos. Tanta atención puesta en los anteojos me hizo descuidar el libro de Neuman. Había un cuento ahí que quería escanear para los chicos del taller. Tiene una estructura perfecta. Se llama Anabela y el peñón. Ya no lo tengo.
Ayer me olvidé una campera en no sé dónde y anoche tuve un sueño en el que íbamos con Lorenzo a mi anterior departamento a buscar algo de suma importancia.
Cuando desperté, olvidé qué era. Lo traté de recordar mientras me sacaban sangre, mientras el lavarropas se desbordaba, mientras el costo de vida aumenta, mientras me disperso y dejo partes de mí en lugares donde nadie vendrá a recogerme.





viernes, 2 de marzo de 2018

Un dragón sinuoso y gris


El viernes a la noche recibí un llamado de Loreley. Me propuso ir a la fiesta del Año Nuevo Chino. Al día siguiente mi hermano se iba a San Pedro con el barco y un grupo de amigos.

     En un primer momento iba a ir, dijo. Pero después resulta que un amigo de Luka invitó a su vez a un amigo y ese amigo es mi jefe.

     ¿No te llevás bien con tu jefe?, pregunté.

     Me llevo demasiado bien, recalcó.

     Me quedé callada

    Con la que ya no me llevo tan bien es con su mujer, agregó.

     ¿La conocés?

     Sí, cursamos juntas algunas materias de la facultad. Después ella dejó.

     ¿Sabe que trabajás con su marido?

     Claro. En la reunión de fin de año de la empresa nos perdimos a propósito entre los eucaliptus. Estábamos en una estancia alquilada.

     Hizo una pausa.

     Es bueno perderse de vez en cuando. A Mela le sirvió para soltar que me envidiaba.

     ¿Por?

     Porque ella se casó, tiene hijos… Con los hijos es con lo único que no podés hacer delete. Así me dijo esa noche en el monte. En fin. ¿Te prendés con lo de mañana?

     El cambio abrupto de tema me tomó desprevenida. Le dije que sí.

     A veces, cuando Lorenzo está lejos, me da por acumular material narrativo. Lo hago para que sepa que no me quedé quieta. O para contarle que un dragón sinuoso y gris caminó sobre diez hombres vestidos de negro. El dragón, ilustraré con modulación pedagógica, representa el principio celestial. El león, lo terrenal. El yin y el yang.

     Lo que él acumula, en cambio, es materia inenarrable. Nos complementamos. A mí me toca hablar por los dos o hablar doblemente de lo mío. Saco a relucir lo que hice como si fueran joyas adquiridas en su ausencia a precio de ganga. Cuando él no está, mi vida se vuelve múltiple. Es importante recordarle que el mundo está lleno de dragones de lo más divertidos. Podría raptarme un dragón, incluso. A veces los dragones te raptan para que no permanezcas sólida y vacía como una casa que espera.

     Sé que Lorenzo va a observar mi pequeño unipersonal con ojos brillantes. Al llegar a la parte del dragón y la casa tirará de mis manos hasta acercarme. Ofreceré todavía un poco de resistencia.

     Hace varios años que venimos reponiendo la obra con ligeras variaciones. El verano pasado, por ejemplo, un escritor creó una montaña de libros en el jardín de Lucy y me hizo subir a la cima sólo para decirme que sus viejos amores podían esperar: estaba pasando un ángel.

     Me reí. Era un bello día de sol. El escritor se apuró a agregar: o Lilith.

     ¿Cómo?, me hice visera con la mano y lo miré desde arriba.

     Podés ser un ángel o también Lilith. ¿Conocés el mito?

     Me di cuenta de que mi escritor no podía encontrar una palabra que se hiciera cargo de sus contradicciones.

miércoles, 28 de febrero de 2018

Nadie me esperaba en casa




Tal como lo predijo su esposa, Julio Iglesias me dejó esperando. Mustia trajo un vaso de naranjada y al ofrecérmelo comentó que el señor siempre andaba apurado, era muy nervioso.

     ¿Y la señora?, pregunté.

     La señora también.

     Apretó sus labios resecos y giró con mi vaso ya vacío en la mano. Saqué el celular del bolso para llamar a mi alumno, aunque bien mirado, todavía no era mi alumno. No atendió. Mustia ya se había metido en la cocina. Le grité que me iba.

     Nadie vino.

     Salí por mi cuenta al jardín oneroso y me di el gusto de aspirar su perfume con un gesto amplio. Embriagador. Nadie me esperaba en casa y no tenía nada que hacer.

     Los collies no se veían por ningún lado. Desenrollé la colchoneta tras unos arbustos y me tiré boca arriba con los brazos abiertos. Bajo mis párpados, la luz del atardecer iba y venía en círculos de colores estridentes. La seguí. Cambiaba todo el tiempo de forma y los colores tenían la peculiaridad de mezclarse y abrirse conservando su pureza. Era una paleta viviente. Estaba por meter el dedo para pintar un mundo propio cuando oí una voz. Di un respingo y quedé sentada.

     ¿Todavía sos mi personal?, preguntó entre las matas.

     Me encanta jugar a las escondidas, dije tratando de abrirme paso entre los destellos.

     No me dejaban ir.

     ¿Quiénes?

     Los muchachos.

     La luz que me quedaba en los ojos empezó a disgregarse. Julio Iglesias extendió un brazo hacia mí.

     Me estaba yendo, dije.

     No parece.

     El hombre señaló la colchoneta con una sonrisa.

     Antes quería llevarme este perfume: acá hay lirios, madreselvas, glicinas. Iba a esperar hasta que terminara de abrirse la dama de noche.

     Es bueno escuchar que todavía hay gente que tiene tiempo para eso.

     Mi novio está de viaje, dije.

     Julio Iglesias volvió a sonreír. No estaba fuera de forma.

     Se palmeó el bolsillo derecho y sacó unos billetes.

     ¿Cuánto te debo?

     Nada, le dije. Ni siquiera empezamos.

     Pero te hice venir hasta acá, perder el tiempo.

     Recordé mi decálogo de la personal trainer y esgrimí un número. Todos los perfumes me abandonaron de golpe.

     El vuelto lo dejamos a cuenta de la próxima clase, dijo.

     Me dieron ganas de colgarme de su cuello y besarlo. Adoro la gente que no pichulea.

     Tomé los billetes como si se tratara de la cosa más intrascendente del mundo y los hice desparecer en el bolso.

     ¿El jueves cómo estás?

     Bien, dije. Ya te había agendado. Lunes y jueves a las 19.

     Se pasó una mano por la frente.

     Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

     Y yo en el corazón, dije.

     Nos reímos.

     Era todo un galán. No me importaba que saliera a correrme por el barrio.

sábado, 24 de febrero de 2018

Los mantras de Leyna


Hoy a la tarde fui a lo de la señora Schmidt. La señora Schmidt tiene las piernas rojas, el pelo blanco y los ojos celestes. Las piernas rojas se deben al estallido de los capilares, el pelo blanco a la edad y los ojos celestes son del padre. “Tengo los ojos de mi papá”, dice la señora Schmidt y me muestra una foto en blanco y negro con los bordes serrados. Toma una medicación que le licúa la sangre y teme a los cuchillos. Como no coagula, el más leve corte podría matarla. Tiene la piel tan finita que incluso la fricción de una esponja puede herirla de muerte. Una noche su esposo tuvo que hacerle un torniquete veloz bajo la lluvia. Se ducha sentada en una silla de plástico y su reloj pulsera hace años que está detenido a las dos. Usa unos lentes tan asimétricos como su columna y cuando sale a abrirme el portón mira el cielo  -azul, gris, nublado, con sol, es indistinto- y dice “qué tiempo tan loco”. En el estar contiguo a la cocina el televisor siempre está prendido en algún canal de noticias. “A dónde vamos a parar” es el mantra n° 2, el que le sigue al del tiempo. El n° 3 “Y cómo querés que esté” es la respuesta a la pregunta “cómo está, Leyna”. Enseguida gira la cabeza y busca al gato gordo y huraño que cuando llego se esconde tras las cortinas. “Muchi, mirá quién vino, Muchi, mirá quién vino”. Mantra n°4. El gato es evidente que no quiere socializar conmigo y yo tampoco con él así que me acerco a la escalera y digo: ¿subimos Leyna? Entonces es el gato el que se dispara hacia arriba mientras su ama me pregunta: “¿querés tomar algo?”. No, gracias. A lo que Leyna responde: “De eso no tengo”. Mantra 5. Estas ceremonias son invariables.

     La última vez que nos vimos la señora Schmidt manifestó: “anoche le dije a Herb que tengo que aumentar mi autoestima”. ¿Y qué le dijo Herb? “Que tengo razón”.

     Antes de subir el primer escalón se inclina levemente hacia adelante y apoya sus manos en los muslos, después se lanza. “Yo quería una casa con escaleras para mantenerme activa”, dice cuando llegamos al piso alto. La habitación donde hacemos gimnasia tiene el piso forrado con goma eva y una pared de espejos. En el placard hay dos frazadas que usábamos en invierno para los masajes y un barral del que cuelgan varios conjuntos de gimnasia que la señora Schmidt ya no usa. Era ropa que se ponía para caminar por las playas de Punta del Este o los Club Med pero desde varios años tiene prohibido el sol y cada seis u ocho meses le queman manchas o le hunden el escalpelo.

     Hoy sin embargo nuestro guión sufrió una variante. Salió a atenderme Herb. “Leyna está ocupada”, dijo. Herb no se caracteriza por ser dicharachero. Cuando entré Leyna emergió del cuarto de la televisión con una media sonrisa y pasos vacilantes. Tiene una manera rara de caminar. Se balancea como esos muñecos inflables que se usan para dar golpes. En medio de ese bamboleo continuo los pies van asomando, rojos y tímidos por debajo del ruedo, como dos ratoncitos que ya vieron al gato.

     -Hoy tenemos visitas   -dijo Leyna.

     Y para confirmarlo salió de la cocina una mujer rubia con un vaso de seven up.

     Inmediatamente la bella joven llevó el vaso de seven up hacia atrás, abrió los ojos y profirió un gritito de asombro. Yo le respondí con otro chillido y adelanté los brazos para saludarla. “¿Qué hacés vos acá?” fue la pregunta que salió de su boca apenas salimos del abrazo teatral. La sorpresa que ambas experimentamos no fue fingida pero enseguida nos comportamos como dos hermanas que se han estado buscando durante veinte años a lo largo y ancho del mundo para finalmente encontrarse en el lugar más insólito. Besos y abrazos se esparcieron por el living en demasía. El gato bajó a ver qué pasaba. Pero la novelita era otra. Le expliqué a Leyna que ella era Loreley, la novia de mi hermano desde hacía unos meses. Loreley dijo que primero había sido la asesina del perro de mi hermano y Leyna se llevó una mano a la boca. Cuando pudo volver a hablar dijo que Lory era la hija mayor de su sobrino. Había ido a verla para hacerle una nota. ¿Una nota?, le pregunté. Y a Loreley: no sabía que eras periodista. Loreley aclaró que no, no era periodista, pero la empresa de hornos industriales que Herb había vendido a una multinacional, quería celebrar los cincuenta años de la firma con un librito que diera cuenta de su fundación. Se regalaría como un souvenir el día de la fiesta. Ella había trabajado el último año de la era-Herb, dijo así, y seguía trabajando ahora, en la era-megafusión. Leyna propuso mejor suspender la clase y sentarnos a tomar el té pero Lory se tenía que ir. Cuando subimos a nuestro cuarto gimnástico utilizó el tiempo que nos quedaba en hablar de su hermano, el abuelo de Loreley. La esposa de su hermano había sido una arpía, nunca dejó que sus hijos se acercaran a ella y a Herb porque les tenía envidia. ¿Envidia?, repliqué. “Sí, como lo escuchás: envidia. Nosotros teníamos una nena. Ella tuvo tres varones. Mi hermano tenía adoración por Ana, mi hija. Elisa, la mujer, no lo toleró. Pero ahora que se murió pudimos con Herb recuperar a toda una parte de la familia. ¿Viste qué linda es Loreley?”. Mientras seguía hablando, levanté las piernas de Leyna y las puse sobre una pelota.

domingo, 18 de febrero de 2018

Cuando miras el cielo


Última noche romántica con Lorenzo.

     Ha prometido prepararme uno de sus platos favoritos y se viene todo cargado de bolsas.

     Voy sacando: pechuga de pollo, arroz basmati, cebollas, ajo, cilantro, jengibre, leche de coco, salsa de tomate, curry, garam masala y una botella de whisky escocés “single malt” con doce años de añejamiento.

     Como en el reparto de virtudes a mí me toca el rol de chica-austera frente a sus desbordes dionisíacos, se adelanta. A la cantinela de que el whisky ése le debe haber costado una fortuna, opone que en la bodega donde compra, el mes pasado le dieron un vale por $400. Así que sólo tuvo que poner $200. Una bicoca.

     Hora y media más tarde estamos cenando con música de los Jersey Boys.

     La vida moderna nos provee de un microclima perfecto: 24°C y cubeteras que saco del freezer para atemperar el Connemara.

     Lorenzo es perfecto en todo lo que se propone.

     Sobre el colorido plato indio aterriza una violencia occidental de tenedores.  Hablamos de trabajo. Le digo que voy a empezar con los talleres. Él me sirve otra medida para celebrar y desliza dólares bajo mi laptop.

     Estiro los brazos en agradecimiento y entonces se produce una explosión corta y compacta.

      Nos quedamos sin luz.

      Busco velas.

     Ahora sí la noche se ha vuelto verdaderamente romántica. También calurosa.

     Le digo a Lorenzo que voy a bajar para asegurarme de que mi vecina se encuentra bien.

     Lucy tiene algo más de setenta años. Y está perfectamente. No necesita prender velas, dice, el hijo le regaló un farolito de luz led.

     Agobiados por el calor abrimos del todo la puerta-ventana y sacamos a la terraza unos colchones.

     Las ramas del fresno de la vereda nos hacen cosquillas en los brazos y el gato negro de Lucy se da automasajes contra nuestros pies.

     Le propongo a Lorenzo un juego: sacar del lenguaje una palabra.

     Sin pensar Lorenzo tira “tres”.

     ¿Tres palabras?

     No, dice, la palabra tres.

     Entonces, digo, si por ejemplo uno quiere ir a comprar tres docenas de huevos, ¿cómo las pide?

     Un maple, por favor, dice Lorenzo.

     Nos reímos.

     Habría que sacar a las tres marías, digo después mirando el cielo. Y a los triángulos, la trinidad, el poder tripartito, el adulterio y las tricotas.

     ¿Las tricotas?, dice Lorenzo.

     Sí, las tricotas: ¿no son suéters de tres colores?

     Me parece que no, dice Lorenzo. Son sólo suéters.

     Ah.

     Tengo las manos detrás de la nuca y veo de pronto que de la escalera caracol se va desenrollando una señora en vaporoso camisón blanco.

     Aunque estamos vestidos y no hacemos otra cosa que acariciar las estrellas con los ojos, conozco el pundonor de mi vecina y quisiera alertarla. ¿Pero qué voy a decirle? “¡Cuidado! ¡Estoy con un hombre!”. Podría caerse por la escalera del susto. Así que la dejo. Termina de subir y me levanto para conducirla a través del deck. El piso de alambre cede bajo nuestros pasos.

     Qué piso de miércoles, se queja Lucy.

     Estoy con Lorenzo, le susurro.

     ¡Ay pero me hubieras dicho!, se indigna soltándome el brazo.

     Lorenzo también se levanta y la saluda. Enseguida saca una silla y yo me pongo a hablarle del garam masala y el curry.

     Aunque ya está medio frío, le llevo a la terraza un platito para que pruebe.

     El whisky que le sirve Lorenzo le gusta todavía más.

     Nos ponemos a criticar a Edenor. Agotamos anatemas y después nos quedamos así, mirando el oscuro vacío, escuchando el fragoroso silencio.

     Las tres marías están verticales, dice de pronto Lucy.

     Sí, sí, decimos.

     Cuando miras el cielo, estás mirando el pasado. Muchas de las estrellas ya han muerto, como tus sueños.

     ¡Impresionante! ¿Te la acabás de inventar?, le pregunto a Lucy.

     No, la leí en internet.

     Volvemos al silencio como animalitos temerosos.

     Soy yo la que sale de la cueva con una pequeña daga para romperlo.

     ¿Ustedes tienen sueños muertos que todavía brillan?

     Lucy dice que sí, todos sus sueños brillan.

     Es una pena que la vida acabe tan pronto.

     Lorenzo dice que su sueño brillante y muerto es la empresa que tuvo.

     Yo digo que a mí me hubiera gustado casarme de blanco.

     Pero los sueños imposibles son como el canto de las sirenas, concluye Lorenzo: un sonido hipnótico que te tira abajo.

      Hace un silencio breve.

      Retoma: siempre hay estrellas luminosas y vivas, sueños que es posible alcanzar.

      ¿Cómo cuáles?, pregunta Lucy.

     Entonces se produce otra explosión y vuelve la luz.

     Nos miramos la ropa blanca bajo el farol de la terraza, los cuerpos que rápidamente juntan razones desperdigadas para cubrirse.

     Lucy dice que mejor baja, ya puede prender el ventilador.

     Con Lorenzo empezamos a juntar los colchones, a guardar la noche disparatada en los bolsillos.

     Él mañana tiene que salir temprano y manejar ocho horas.

     Yo le respondo que también madrugo y me pongo a lavar los platos.