domingo, 19 de noviembre de 2017

Paterson o la mirada poética

¿Acaso preferirías ser un pez?
 No encomillo porque no estoy transcribiendo sino recordando la película que vi ayer. Se trata de una línea a la vez recordada por Paterson, el protagonista del film homónimo de Jim Jarmush. Es el único verso que le viene a la memoria de una canción que solía cantarle su padre. ¿Acaso preferirías ser un pez? Y uno parafrasea: ¿acaso preferirías ser un perro? Porque Marvin, el perro de Paterson y su mujer, Laura, acaba de cometer un acto imperdonable: el día, el único día (el único verso, el único día  -los hechos, las personas y los nombres suelen duplicarse en esta historia) que Paterson y Laura salen, hacen algo distinto (es sábado y a Laura le ha ido muy bien con sus cupcakes en la feria del pueblo: invita a su compañero al cine un poco para celebrar y un poco quizás en reconocimiento de todo lo que él hace por ella como, por ejemplo, comprarle una guitarra arlequín) el perro se cobra una venganza por el abandono o porque su dueño no lo saca a pasear como todas las otras noches de la semana: destroza el cuaderno donde viene apuntando sus poesías.
     Esas poesías que viene escribiendo y reescribiendo en las pausas de su trabajo de colectivero, que son el resultado de la irrupción de otra cosa en medio de la rutina y la circularidad del tiempo, y también el resultado de la minuciosidad con que retoma la trama del poema para continuarlo luego de las insalvables interrupciones, esas poesías que la novia  -recargada, kitsch, de una dulzura excesiva que no busca ocultar los piolines que la seducción maneja para obtener un rédito absolutamente personal y egoísta- insiste debe dar a conocer al mundo, de golpe son mordidas, carcomidas, intervenidas, inutilizadas por el celoso de Marvin. Hasta ese momento el perro había resultado simpático: ahora uno, junto con el protagonista, lo quiere matar.
     ¿Acaso preferirías ser un pez? podría ser un consuelo o una concesión. Tu mascota acaba de destruir un largo trabajo creativo, insustituible. Es para matarlo. Pero... ¿mirá si fueras un perro? ¿Te gustaría ser un perro? ¿Te gustaría acaso nunca poder articular una palabra?
     Un padre que acaba de perder a su único hijo, ¿sigue siendo un padre? Después de este episodio, Paterson ya no se considera poeta. Es lo que le dice al turista japonés que le pide permiso para sentarse a su lado en el banco que da a la catarata del río que pasa por el pueblo, el río junto al cual fue tejiendo mediodía tras mediodía, pausa laboral tras pausa laboral, almuerzo solitario tras almuerzo solitario, su poesía minimalista. El japonés abre un libro traducido al japonés del gran poeta de Paterson (no Paterson el protagonista sino Paterson, el distrito de Nueva Jersey): William Carlos Williams. A nuestro poeta se le van los ojos. El turista japonés resulta que es poeta, "respira poesía". Se ponen a hablar del tema. El japonés se da cuenta de que ese hombre en apariencia sencillo, sabe mucho de poetas y de poesía. Entonces le pregunta si escribe. Y este poeta que acaba de perder toda su poesía a manos  -a tarascones- de su mascota, le dice que no, en realidad no. No obstante el japonés capta algo y antes de irse le regala un cuaderno, por si algún día le dan ganas de ponerse a escribir. Y Paterson lo hace: vuelve a escribir.
     ¿Acaso preferirías ser un pez?
      La canción sigue con la misma pregunta referida a otros animales: ¿acaso preferirías ser un cerdo? ¿acaso una rana? Y esta cancioncita infantil termina funcionando como metáfora del valor de lo que queda cuando todo lo demás se ha perdido. La poesía, comprende nuestro colectivero, es esa única línea que queda después de haber destrozado todo un cuaderno, todo un ciclo de experiencias y anotaciones y mínimas transformaciones.
     Pero la película es mucho más. Es todo un recorrido a lo largo de una semana en la vida del poeta, es todo un recorrido del itinerario de un chofer de colectivo, es todo un recorrido del valor de la pausa y del desvío.
     Un lugar común es el de pensar la vida de los grandes escritores como vidas variadas, llenas de viajes exóticos, incursiones en sustancias, en amores estridentes, en desencuentros dramáticos. Jarmush muestra lo contrario: que la vida de un escritor puede estar, sostenerse y prosperar en el más común de los lugares, uno del que no habría mucho que decir, o nada. O sí: una única línea.


martes, 19 de septiembre de 2017


Todo esto de Haruka lo cuento porque sin Haruka no hubiera llegado a DG.

     Una de las cosas que me preguntó antes de la sesión fue qué estaba haciendo ahora, a qué me dedicaba. Me dio mucha vergüenza decirle que a lo mismo que veinte años antes. En un sentido no había evolucionado y en el sentido del amigo interior o el aliento, no era posible decir nada.

     Del amigo interior no era posible decir nada sin que la mente tomara esas cosas y las convirtiera en pequeños trofeos. “Ah… querida… vos habrás estudiado los registros akáshicos, la kundalini y la sanación del gong, pero yo encontré al Amigo”. A lo que con mucho tino Haruka o DG más adelante para el caso, podían muy bien oponer: “¿Y qué clase de amigo es ése por cuya dedicación renunciaste a progresar en la vida, a convertirte en alguien?”.

     Seguramente ni Haruka ni DG hubieran hecho una pregunta tan corrosiva. Ellos también, cada uno a su modo, cuestionaban la idea de progreso. El amigo interior siempre estaba luchando con el enemigo interno. Las batallas eran mías, las facciones en controversia también.


domingo, 17 de septiembre de 2017




El surmenage le había servido a Haruka para dejar todo lo que la vida artística tenía de egocentrismo y petulancia y abocarse a reparar lo que “en los seres que le llegaban” estaba enfermo, roto o disgregado.

     -Vienen acá y me entregan sus cuerpos vapuleados  -exageró señalando el futón-. El masaje tailandés o los cuencos tibetanos son la puerta de entrada. A medida que van tomando confianza te empiezan a hablar y ahí entonces es cuando les propongo hacer el curso de la abundancia o ingresar en los registros akáshicos.

     Observé el futón con aprensión. Del techo colgaban unas luces de colores que más que iluminar le daban al local un sesgo penumbroso, como de reservado. ¿Yo me tenía que tirar en ese colchón oscuro donde iban a parar los exangües? Me obligué a dejar a un lado mi obsesión por la limpieza. En la época en que íbamos al colegio era capaz de sentarme en el suelo sucio del patio, en el estribo de la puerta de atrás de los colectivos, en cualquier vereda y contra cualquier pilar o paredón. El mundo a mi alrededor nunca era roñoso ni hostil, no me tenía que precaver de sus gérmenes ni de sus alimañas. Es más, de chica no entendía la preocupación de mi abuela por “encerar” o de mi mamá por “lustrar los bronces”. Ahora eran mis propios hijos los que me miraban con rencorosa extrañeza cuando les prohibía pasar por el lugar de la casa que acababa de limpiar.

     Nos pusimos al día. Pasó algo más de una hora. Luego Haruka miró un reloj de pared y me hizo una seña para que me echara sobre el futón. Si no arrancamos ahora, señaló, va a venir mi paciente de las dos y te vas a ir sin haber probado el masaje. Pensé en la indolencia de mis hijos frente a las pelusas o los hongos de los azulejos del baño. Si ellos pueden, yo puedo, me dije.

sábado, 16 de septiembre de 2017


En el colegio, recordé mientras me internaba en una galería oscura y húmeda de San Isidro, Haruka me pedía en las pruebas que le soplara. Una vez nos sacaron la hoja a las dos: a mí por soplar y a ella por no saber. Conocí la furia y la inquina. Juré sentarme para siempre en otro banco. No cumplí porque nadie era capaz de hacerme reír como ella y los churrascos  a la plancha que nos hacíamos en las frías madrugadas de invierno al volver de las fiestas, el escrúpulo con que evaluábamos en qué se habían equivocado nuestros padres y la firme determinación de hacer de nuestras vidas un solo y largo día feliz, nos unía más allá de las desavenencias de los exámenes.

     Había otras cosas de Haruka que me sacaban: la impuntualidad y su manía por ayudar. Cuanto más reventados, torvos, iconoclastas y desaprensivos fueran o se mostraran nuestros compañeros, mejor podía crear Haruka un guión donde ella era la heroína-rescatista. A los chicos que le gustaban solía preguntarles: ¿sos feliz? Y yo creo que la vacilación le hacía restregar las manos de felicidad porque le permitía entrar en escena.

domingo, 10 de septiembre de 2017


Ese año yo me había reencontrado con mi mejor amiga de la secundaria. No la veía desde el nacimiento de su hijo que ya había cumplido quince años. ¿Se habría cambiado el nombre? Solía hacerlo cuando éramos chicas. Me aseguró que para mí seguía siendo Haruka que en japonés significa “brisa distante de primavera”. ¿Y para los otros? Depende, dijo entornando los párpados y mirando al bies un hilo de agua que corría por la vereda.

     Unos años atrás, me confesó en la calle aquel día, había sufrido un surmenage. A partir de entonces dejó de bailar y dirigir concerts y se convirtió en terapeuta. La palabra “terapeuta” se ha vuelto misteriosa, un poco como “empresario”. El espectro de lo que abarcan es tan amplio y ambiguo que cuando a uno le dicen “soy terapeuta” o “soy empresario” lo primero que piensa es: “me están ocultando algo”. Lo cierto es que Haruka me invitó a su consultorio para darme, dijo así, un masaje milenario.

domingo, 3 de septiembre de 2017


Dos días después todavía le seguía dando vueltas al asunto. Googleé a DG, leí otras notas y reseñas, me compré el libro y también lo leí. Llegué a pensar que si me enamoraba de DG  -o mejor: si lograba que DG se enamorara de mí- entonces iba a estar en pie de igualdad con Mark. Hacia el final de esa semana “la mujer de al lado” tenía nombre (Tania) y profesión (cantante). Me pareció una combinación obscena.

     Le mandé a DG un mensaje a través del in box de Facebook. ¿Estaría dispuesto a revisarme unos textos? ¿Hacía él este trabajo? La respuesta fue amable e inmediata. Me indicó dónde daba talleres. En el de Palermo todavía le quedaba una vacante. Le agradecí pero le dije que mi novela ya tenía una extensión de 500 páginas, en el marco de un taller no iba a terminar nunca. Acordamos un encuentro en su casa.


sábado, 2 de septiembre de 2017


Lo conocí dos años atrás después de haber leído un par de notas. Ese año había sacado un libro  -creo que todos los años saca un libro, tal vez más de uno- y lo entrevistaron distintos medios. Por entonces Mark solía traerme los suplementos culturales que la mujer de al lado  -decía así- tiraba a la calle. Pilas que se iban acumulando en las sillas del comedor diario y me retenían desde alguno de los títulos de portada cada vez que me disponía a tirarlas. Así fue como di con DG: pasando el plumero por el suplemento que había tenido la fortuna de quedar arriba. Evidentemente no estaba apurada ese día porque pude detener la plumereada y sentarme a leer. Una frase me impactó: "el amor es el punto ciego de la duda". Más lógico hubiese sido ponerlo al revés: la duda como punto ciego del amor. Pero si hay algo que caracteriza al amor es su falta de lógica y esa definición de DG daba en el clavo de algo que me concernía. Yo siempre había dudado de lo que sentía por Mark. ¿Era genuino? ¿Debíamos continuar? ¿Debía dejarlo? ¿Crecíamos en algún sentido? Lo pongo así, en cursiva, porque no sé de dónde había sacado o quién me inculcó esta idea: la de que el amor, si es tal, provee crecimiento. Ahora esa idea me parecía el prospecto de un fertilizante: ponga este producto en sus malvones y al cabo de dos semanas estos crecerán. ¿No era al fin y al cabo un concepto económico, productivista? El otro que me es valioso porque me hace crecer. En este sentido un embarazo era el éxito más rotundo de una pareja, el elemento más contundente para respaldar una cierta devoción por la feracidad.
     "El amor es el punto ciego de la duda". Me quedé releyendo el párrafo, suspendida, como si esperara que de esas palabras salieran otras o la frase, incluso la frase creciera y me tirara alguna otra verdad acerca de mi vida. Porque lo cierto era que Mark se había enamorado de la mujer de al lado, la que tiraba los diarios. Y yo, que durante tres años había guardado hacia él sobre todo una duda, ahora descubría un amor.  

viernes, 1 de septiembre de 2017

La emboscada


El escritor tiene los brazos cruzados y echa su peso hacia adelante. Puedo imaginar que debajo de la mesa ha dejado de apoyar los talones, la silla se inclina, las patas traseras se levantan. Sin embargo, él no está escorado, él sabe lo que quiere y crece sobre la mesa.
     -A ver  -me desafía-: explicame qué es eso del aliento.
     Su tono es zumbón, en realidad no le importa lo que pueda decirle. Por mi parte sé que las palabras van a quedar siempre a un paso de la verdad.
     -El aliento es lo que nos mantiene vivos  -resumo.
     -Eso es obvio  -sonríe DG-. Dame algo más.
     Lo miro. Sé que a su manera está seduciéndome. Yo no. La seducción es el arte de la mentira.
     -Te voy a decir lo que es para mí.
     Abre las manos, espera. El gesto de su cara entera sigue siendo burlón.
     -Es saber que pase lo que pase, tengo un amigo. Es el amigo más fuerte y leal del mundo. Y está conmigo, en mí.
     El problema con la verdad es que parece mentira.
     DG retira sus brazos fornidos de la mesa, la silla vuelve a apoyarse en sus cuatro patas, él se reclina sobre el respaldo, ya no me mira zumbón sino reflexivo  -y también más distante. Me pregunto si debería decir algo más. Al fondo una chica de pelo castaño y vestido azul, cruza el salón en diagonal. DG no dice nada y aunque quisiera que todo fuera diferente, veo crecer a mi alrededor muros de vidrio. La mano que DG tenía en la barbilla para mejor observar hacia adentro y también observarme, cae vencida a un costado. Su cabeza gira, busca a la moza. Él no puede ver todo este vidrio que me encapsula pero puede sentirlo y ya no hará nada. Y yo tampoco lo haré.