viernes, 17 de enero de 2020

El cumpleaños del Indio

Estábamos en una mueblería esperando que se hiciera la hora de ir a lo del Indio. El Indio vivía justo al lado. La mueblería era de Perillas y estaba algo desmantelada. En realidad, ya no trabajaba ahí. Yo me cambiaba de ropa frente a un espejo, en espera de una última resolución que modificara todo lo que Perillas me había dicho la noche anterior. Pero al final no hubo cambio y cuando se hizo la hora, Perillas dijo que me alcanzaba hasta la estación. Vimos que a la puerta del Indio se acercaba Gabino. No me sorprendió, en primer lugar porque era hombre y en segundo porque mi primo se anota en todas. Cuando le pregunté si podía ir, casi veinticuatro horas antes, Perillas me dijo que lo más probable es que fuera una reunión de hombres y también íntima. Cuesta pensar en hombres y reunión “íntima”. Pero a lo que ellos se refieren con intimidad entre hombres, es a que no haya mujeres que pongan freno a sus fantasías. Las mujeres, al menos para los varones heterosexuales, funcionamos como órgano represor.
En la estación me encontré con Marlon. Al igual que el Indio, es de Capricornio. En un whatsapp de felicitación por el cumpleaños que le envié por intermedio de Perillas, le había puesto al Indio que Capricornio siempre está peleando contra la adversidad. Alguien me dijo una vez algo así y después pude comprobarlo. De hecho lo comprobaría una vez más, ahí en la estación, con mi hermano. A Marlon tampoco lo habían admitido en la reunión, a pesar de ser hombre. “Pero no soy allegado”, explicó en el andén. Llevaba un morral. Se lo quitó de encima y lo dejó en un banco. “Gabino tampoco es allegado y entró”, dije, con menos ánimo justiciero que perplejidad. Mi hermano no dijo nada. Estaba parado en el borde, oteando la curva apenas iluminada del túnel. Se hubiera podido decir, sin error de apreciación, que entrar en lo del Indio o no poder hacerlo, era un tema menor. Tan menor que ya empezaba a olvidarlo. Las luces blancas de la estación encendían el agua de sus ojos. Pero mi hermano no lloraba ni estaba evitando que algo tan flojo como una lágrima le sucediera. La inclinación de su cuerpo sobre las vías contenía una ansiedad que la mirada, no obstante, había trascendido. Sus ojos mojados eran pequeños animalitos hoscos que han olvidado cómo guarecerse de la lluvia. Yo volvía a casa. El lugar al que regresaba mi hermano, en cambio, era un volver a irse. Cancelado lo del Indio, había que hacer alguna otra cosa: buscar una chica del Tinder, llamar a algún amigo, ir a cenar a lo de mamá, pasar por lo de su ex para ver si sus hijos necesitaban algo. Conversando sobre nada, habíamos traspasado los arcos que separaban un andén y otro con publicidades fosforescentes. Me dio la impresión de que él tomaría la dirección contraria. Entonces me acordé del morral y fui a buscarlo al otro lado. Lo abrí sin pedirle permiso: se habían llevado la billetera, el celular, el dinero, las tarjetas de crédito, los documentos. Volví a cruzar el arco desolada. Le mostré el morral. No pareció inmutarse. Capricornio, pensé: las dificultades no son la excepción sino la regla. “Vas a tener que denunciar las tarjetas”, dije. “No hay apuro”, contestó. “Antes quiero agarrar a quien lo hizo”. Y miró para todos lados pero sin cambiar su lugar junto a las vías. Supuse que era una de las tantas maneras en que se doma la furia. Giré hacia las escaleras para ver si Perillas me hacía señas desde arriba: “El Indio dijo que podías venir”. O algo así, quebrándose al bajar los escalones. Palabras que aterrizaban magulladas en la ciudad bajo el asfalto. Levanté la cabeza y le dije a Perillas que bajara. Él paleó el aire con una mano indicándome que subiera. Y así nos quedamos toda la noche, indecisos, tratando de convencernos unos a los otros, de cosas que ya nadie sabía si quería. Después las palabras nos fueron dejando, aburridas de salir de nuestras bocas para decir siempre lo mismo. Mi hermano iba a subirse al próximo subte y al llegar denunciaría el robo de las tarjetas. Yo le dije a Perillas que el vestido se me había ensuciado ahí bajo la tierra, que le mandara al Indio un feliz cumpleaños de mi parte y le dijera que gracias por la invitación. A Perillas ya no le quedaban pelos que aferrar con las manos para manifestar su desconcierto.
Una musiquita alegre y estridente me fue subiendo en andas hasta la calle. Manoteé todo lo que había en la mesa de luz para apagarla. Quería seguir en la estación viendo cómo al final mi hermano atrapaba al ladrón, o Perillas me convencía.


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