miércoles, 28 de febrero de 2018

Nadie me esperaba en casa




Tal como lo predijo su esposa, Julio Iglesias me dejó esperando. Mustia trajo un vaso de naranjada y al ofrecérmelo comentó que el señor siempre andaba apurado, era muy nervioso.

     ¿Y la señora?, pregunté.

     La señora también.

     Apretó sus labios resecos y giró con mi vaso ya vacío en la mano. Saqué el celular del bolso para llamar a mi alumno, aunque bien mirado, todavía no era mi alumno. No atendió. Mustia ya se había metido en la cocina. Le grité que me iba.

     Nadie vino.

     Salí por mi cuenta al jardín oneroso y me di el gusto de aspirar su perfume con un gesto amplio. Embriagador. Nadie me esperaba en casa y no tenía nada que hacer.

     Los collies no se veían por ningún lado. Desenrollé la colchoneta tras unos arbustos y me tiré boca arriba con los brazos abiertos. Bajo mis párpados, la luz del atardecer iba y venía en círculos de colores estridentes. La seguí. Cambiaba todo el tiempo de forma y los colores tenían la peculiaridad de mezclarse y abrirse conservando su pureza. Era una paleta viviente. Estaba por meter el dedo para pintar un mundo propio cuando oí una voz. Di un respingo y quedé sentada.

     ¿Todavía sos mi personal?, preguntó entre las matas.

     Me encanta jugar a las escondidas, dije tratando de abrirme paso entre los destellos.

     No me dejaban ir.

     ¿Quiénes?

     Los muchachos.

     La luz que me quedaba en los ojos empezó a disgregarse. Julio Iglesias extendió un brazo hacia mí.

     Me estaba yendo, dije.

     No parece.

     El hombre señaló la colchoneta con una sonrisa.

     Antes quería llevarme este perfume: acá hay lirios, madreselvas, glicinas. Iba a esperar hasta que terminara de abrirse la dama de noche.

     Es bueno escuchar que todavía hay gente que tiene tiempo para eso.

     Mi novio está de viaje, dije.

     Julio Iglesias volvió a sonreír. No estaba fuera de forma.

     Se palmeó el bolsillo derecho y sacó unos billetes.

     ¿Cuánto te debo?

     Nada, le dije. Ni siquiera empezamos.

     Pero te hice venir hasta acá, perder el tiempo.

     Recordé mi decálogo de la personal trainer y esgrimí un número. Todos los perfumes me abandonaron de golpe.

     El vuelto lo dejamos a cuenta de la próxima clase, dijo.

     Me dieron ganas de colgarme de su cuello y besarlo. Adoro la gente que no pichulea.

     Tomé los billetes como si se tratara de la cosa más intrascendente del mundo y los hice desparecer en el bolso.

     ¿El jueves cómo estás?

     Bien, dije. Ya te había agendado. Lunes y jueves a las 19.

     Se pasó una mano por la frente.

     Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

     Y yo en el corazón, dije.

     Nos reímos.

     Era todo un galán. No me importaba que saliera a correrme por el barrio.

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