Hoy a la tarde fui a lo de la señora
Schmidt. La señora Schmidt tiene las piernas rojas, el pelo blanco y los ojos
celestes. Las piernas rojas se deben al estallido de los capilares, el pelo
blanco a la edad y los ojos celestes son del padre. “Tengo los ojos de mi
papá”, dice la señora Schmidt y me muestra una foto en blanco y negro con los
bordes serrados. Toma una medicación que le licúa la sangre y teme a los
cuchillos. Como no coagula, el más leve corte podría matarla. Tiene la piel tan
finita que incluso la fricción de una esponja puede herirla de muerte. Una
noche su esposo tuvo que hacerle un torniquete veloz bajo la lluvia. Se ducha
sentada en una silla de plástico y su reloj pulsera hace años que está detenido
a las dos. Usa unos lentes tan asimétricos como su columna y cuando sale a
abrirme el portón mira el cielo -azul,
gris, nublado, con sol, es indistinto- y dice “qué tiempo tan loco”. En el
estar contiguo a la cocina el televisor siempre está prendido en algún canal de
noticias. “A dónde vamos a parar” es el mantra n° 2, el que le sigue al del
tiempo. El n° 3 “Y cómo querés que esté” es la respuesta a la pregunta “cómo
está, Leyna”. Enseguida gira la cabeza y busca al gato gordo y huraño que
cuando llego se esconde tras las cortinas. “Muchi, mirá quién vino, Muchi, mirá
quién vino”. Mantra n°4. El gato es evidente que no quiere socializar conmigo y
yo tampoco con él así que me acerco a la escalera y digo: ¿subimos Leyna?
Entonces es el gato el que se dispara hacia arriba mientras su ama me pregunta:
“¿querés tomar algo?”. No, gracias. A lo que Leyna responde: “De eso no tengo”.
Mantra 5. Estas ceremonias son invariables.
La última vez que nos vimos la señora Schmidt manifestó: “anoche le dije
a Herb que tengo que aumentar mi autoestima”. ¿Y qué le dijo Herb? “Que tengo
razón”.
Antes de subir el primer escalón se inclina levemente hacia adelante y
apoya sus manos en los muslos, después se lanza. “Yo quería una casa con
escaleras para mantenerme activa”, dice cuando llegamos al piso alto. La
habitación donde hacemos gimnasia tiene el piso forrado con goma eva y una
pared de espejos. En el placard hay dos frazadas que usábamos en invierno para
los masajes y un barral del que cuelgan varios conjuntos de gimnasia que la
señora Schmidt ya no usa. Era ropa que se ponía para caminar por las playas de
Punta del Este o los Club Med pero desde varios años tiene prohibido el sol y
cada seis u ocho meses le queman manchas o le hunden el escalpelo.
Hoy sin embargo nuestro guión sufrió una variante. Salió a atenderme
Herb. “Leyna está ocupada”, dijo. Herb no se caracteriza por ser dicharachero.
Cuando entré Leyna emergió del cuarto de la televisión con una media sonrisa y
pasos vacilantes. Tiene una manera rara de caminar. Se balancea como esos
muñecos inflables que se usan para dar golpes. En medio de ese bamboleo
continuo los pies van asomando, rojos y tímidos por debajo del ruedo, como dos
ratoncitos que ya vieron al gato.
-Hoy tenemos visitas -dijo
Leyna.
Y para confirmarlo salió de la cocina una mujer rubia con un vaso de
seven up.
Inmediatamente la bella joven llevó el vaso de seven up hacia atrás,
abrió los ojos y profirió un gritito de asombro. Yo le respondí con otro
chillido y adelanté los brazos para saludarla. “¿Qué hacés vos acá?” fue la
pregunta que salió de su boca apenas salimos del abrazo teatral. La sorpresa
que ambas experimentamos no fue fingida pero enseguida nos comportamos como dos
hermanas que se han estado buscando durante veinte años a lo largo y ancho del
mundo para finalmente encontrarse en el lugar más insólito. Besos y abrazos se
esparcieron por el living en demasía. El gato bajó a ver qué pasaba. Pero la
novelita era otra. Le expliqué a Leyna que ella era Loreley, la novia de mi
hermano desde hacía unos meses. Loreley dijo que primero había sido la asesina
del perro de mi hermano y Leyna se llevó una mano a la boca. Cuando pudo volver
a hablar dijo que Lory era la hija mayor de su sobrino. Había ido a verla para
hacerle una nota. ¿Una nota?, le pregunté. Y a Loreley: no sabía que eras
periodista. Loreley aclaró que no, no era periodista, pero la empresa de hornos
industriales que Herb había vendido a una multinacional, quería celebrar los
cincuenta años de la firma con un librito que diera cuenta de su fundación. Se
regalaría como un souvenir el día de la fiesta. Ella había trabajado el último
año de la era-Herb, dijo así, y seguía trabajando ahora, en la era-megafusión.
Leyna propuso mejor suspender la clase y sentarnos a tomar el té pero Lory se
tenía que ir. Cuando subimos a nuestro cuarto gimnástico utilizó el tiempo que
nos quedaba en hablar de su hermano, el abuelo de Loreley. La esposa de su
hermano había sido una arpía, nunca dejó que sus hijos se acercaran a ella y a
Herb porque les tenía envidia. ¿Envidia?, repliqué. “Sí, como lo escuchás:
envidia. Nosotros teníamos una nena. Ella tuvo tres varones. Mi hermano tenía
adoración por Ana, mi hija. Elisa, la mujer, no lo toleró. Pero ahora que se
murió pudimos con Herb recuperar a toda una parte de la familia. ¿Viste qué
linda es Loreley?”. Mientras seguía hablando, levanté las piernas de Leyna y
las puse sobre una pelota.
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