Luka alquiló una casa en un barrio cercano para que los chicos pudieran llegar en bicicleta. Al principio me mostraba fotos y fotos de mujeres plásticas y exuberantes que le mandaban mensajes al celular. Nunca le pregunté si extrañaba el buceo doméstico o la casa del árbol donde durmió con sus hijos en las noches de luna. Sé que el perro amarillo hizo una huelga de hambre hasta poder pasar su lomo flaco por debajo del cerco. Entonces empezó a ir de una casa a la otra y salía a correr con mi hermano o se iba solo, detrás de algún sueño perruno. Un día lo atropelló un auto. Como en el collar tenía una chapa con el nombre y un teléfono, la chica que lo embistió bajó los asientos de atrás y lo llevó hasta la casa de Luka. Mi hermano no estaba. El veterinario tardó en llegar.
Enterraron a Zulú entre los cipreses y lloraron sacudiendo los hombros. La infancia para todos ellos -incluso para mi hermano- terminó ese día.
Una semana más tarde la policía llegó a la casa alquilada de Luka con una orden de allanamiento. Buscaban a un narco, necesitaban pruebas. Luka les mostró el contrato de alquiler y no los dejó pasar. Cuando los oficiales se iban apareció la chica que había matado a Zulú. Se llamaba Loreley y traía otro perrito amarillo entre las manos. Tenía los ojos llorosos. Le pidió a mi hermano que se lo aceptara.
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