Así empieza Nace una estrella, de Bradley Cooper. Cuarta remake del clásico hollywoodense. Una historia de amor imbatible. La chica (Lady Gaga) canta La vie en rose y Jackson Maine se enamora. Reconoce y estimula su talento. La lleva a sus propias presentaciones para que cante arriba del escenario. Cuando llega el momento en que interpretan a dúo Sallow, el tema de la película, salgo del cine llorando. Me pongo a buscar a Cooper entre la gente que hace cola para entrar a otras salas. Antes de la función me había parecido verlo pero pensé que no, no podía ser. Ahora estoy segura de que se trataba de él y estoy segura de otra cosa que me avergüenza decir. Agarro del brazo a una empleada del cine que reparte programas con abulia. "¿Te diste cuenta que Bradley desapareció de los posters de la película?". La chica me mira aturdida. Entrega los programas a su compañero y me sigue hasta la calle. Al observar las puertas de vidrio comprueba que no miento. La figura de Bradley Cooper con su guitarra frente a Lady Gaga, ha desaparecido. "¿Qué podemos hacer?", pregunta desolada. Y después, como para sí: "Vamos a tener que pedir nuevos carteles a la distribuidora". Meto la mano en el agujero negro de la foto y soy succionada por un viento feroz. La chica se tapa la boca abierta con una mano de asombro. Quiero decirle que no se preocupe y sin darme cuenta asumo una misión: "pronto te traigo a Bradley", aseguro, "y emprolijamos la cartelera". El viento me aleja de las puertas de vidrio. Empiezo a reírme. Al fondo del túnel, Cooper también se ríe. En ese momento sé que no voy a volver. Corro hasta el final. Cuando salgo del otro lado ya no lo veo. Temo haberme equivocado y miro hacia atrás, donde todo es oscuro. Siento vértigo. Vuelvo a girar la cabeza y descubro a un hombre encorvado sobre un piano. El hombre empieza a tocar una melodía que reconozco. Me pide que cante. Le digo que no sé la letra. Él me responde que sí la sé, que pruebe. No puedo negarme. La letra acude a mí como un destino. La canción se despliega mientras vivo. Tiempo después apoyo mi mano en su hombro. Él deja de tocar. Me da miedo de ese silencio, que no vengan de nuevo las canciones. Con delicadeza, el hombre me cede su lugar frente al piano. "No sé tocar", me excuso. "Sí sabés", asegura. Y toca con sus dedos el borde, marcando algo como un ritmo. Lo sigo. Continuamos.
Algunos dicen que esto que tenemos ahora es un matrimonio. Él mira sobre su hombro, me guiña un ojo. Entonces levantamos campamento. Pero no llevamos los bártulos con nosotros. Ni siquiera el piano. Salimos de las cajas antes de que ciertas palabras nos atrapen. Queremos que las palabras sigan siendo una vocación, algo desconocido, indómito, áspero. Cáscaras de frutas nuevas. Vamos por la ruta con la boca llena de jugo y las manos pegajosas. Tenemos muchas canciones por delante. Pero no podemos cantarlas ni un segundo antes de que lleguen.
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