Yo manifesté cierta dificultad en dejar el chupete quizá porque tempranamente (oh, madre!) se me alejó de la teta. Otros vinieron a disputármela y como no soy de pelear ni armar lío, me aferré a dos chupetes viejos que me ayudaban a conciliar el sueño. Los usé ¡hasta los tres años! Ya iba al jardín y tenía una pesadilla recurrente: la señorita Marta descubría los chupetes en el bolsillo de mi delantal. Yo no era la nena híper adaptada que fingía ser: era un bebé tardío con el pelo colgando hasta la mitad de la espalda.
Ése fue el primer secreto que compartimos con mamá: no le diríamos a la señorita Marta que todavía usaba chupete. También fui cómplice de sus travesuras. No tenía que decirle a Pepe, mi abuelo, que nos llevaba en escoba hasta el almacén de Poroto. Las nenas todavía no habían nacido y la escoba de mamá no volaba. Pero íbamos con mis tres hermanos varones a caballito del palo mientras ella barría la calle Suipacha y nos cruzaba a la vereda de enfrente. Lo otro que era mejor callar es que cuando el bebé de turno que había en la casa se ponía demasiado molesto, podíamos, ella o yo, meter el chupete en la azucarera o en el tarro de dulce de leche y aplacarlo así, como el Dr. Lawson decía que no había que hacer.
Otra cosa que no había que hacer era meter en la boca del bebé un chupete caído al suelo desde el cochecito. Entonces las calles del nuevo barrio eran de tierra y ya habían nacido mis dos hermanas menores. Mamá les decía a sus amigas que yo era como una mamita así que me tomé ciertas atribuciones. Si las llevaba a pasear y el chupete se les caía, lo limpiaba con el borde de la remera y después, como toque final, lo chupaba con mi propia boca para terminar de eliminar la tierra.
Quizá por esto de creerme un poco la mamá, el día que mis hermanas dejaron el chupete lloré como si a mí me hubiesen arrebatado algo irremplazable. Las subieron al Dodge GTX dorado que tenía mi papá y les dijeron que iban a entregar los chupetes al chupetómetro de Carlitos Balá. Por supuesto, nadie iba a ir hasta el canal. Vivíamos muy lejos. Así que les abrieron las ventanillas de atrás y les dijeron que tiraran sus chupetes al viento, que Carlitos Balá los recogería. Ellas apretaron sus chupetitos una vez más y después, con gran valentía, los soltaron. A la noche, antes de irse a dormir, me contaron la hazaña en su hermosa media lengua azorada. No recuerdo qué premio daban en el programa de Balá a los que entregaban el chupete pero si había uno, seguro que mamá y papá se los dieron. No se sale indemne del engaño. Mamá tenía el corazón encogido y papá, para disimular que él también, pasaba los canales con el control remoto como un autómata.
La tarde siguiente, todos vimos a Carlitos Balá. Mis hermanas acercaban sus deditos sucios a la pantalla. Intentaban reconocer sus chupetes en el chupetómetro, asegurarse de que Balá los había levantado. Dije que me iba a jugar a lo de Pato y salí corriendo a la calle para ver si los encontraba, si todavía estaban ahí, huérfanos de deseo y de bocas, esperándonos.
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