martes, 30 de enero de 2018

Lorenzo


Lorenzo es más bien parco. No va por ahí sonriéndole a todo el mundo ni pretende quedar bien. El afuera hace bastante dejó de interesarle. Del conjunto de cosas del mundo rescata algunas guitarras, el color cambiante del río y las mujeres bellas. Del conjunto de mujeres bellas prefiere a las que son viejas, a las que son salvajes, a las que están locas y a mí. Nuestras veladas no suelen ser rutilantes. Como soy del tipo de las que trabajan las veinticuatro horas o, mejor dicho, como todo, absolutamente todo, lo convierto en trabajo, cuando sé que va a venir me anticipo con listas de temas a tratar. Los temas son menos importantes que sacarlo a Lorenzo de su mutismo. Una vez que engancha, esparce historias de arena sobre los platos y hay que ir a buscar lo que comíamos a playas lejanas. A mí me toca eludir el punto en que la conversación se independiza de nosotros y empieza a picarnos como ronchas. Tenemos tópicos favoritos: política (yo muto a recipiente y él vierte conocimientos, hipótesis y lecturas sobre mi simulada oquedad), ecología (el momento triste de la noche), la monogamia y sus intermitencias (manifestándonos como indolentes expertos) y arreglos-casa (donde me despacho con un montón de requerimientos a su fuerza y sapiencia masculinas). Una vez que Lorenzo logra hacer pie en el territorio de las palabras, me da la espalda y se pone a preparar tragos: margarita, gin tonic, whiskola y uno que se llama bellini y se hace con duraznos. Todo un bartender. Yo le sigo hablando desde atrás como un mal sueño que no cesa. Poco a poco los tragos nos van ayudando. A él para no perder locuacidad. A mí para callarme. Si no bebí lo suficiente, incluso entre los almohadones que van cayendo, sigo hablándole de mis alumnos swingers o del vecino que tira su basura en mi vereda. Él finge prestarme atención y con disimulo me quita la ropa.



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