domingo, 17 de septiembre de 2017




El surmenage le había servido a Haruka para dejar todo lo que la vida artística tenía de egocentrismo y petulancia y abocarse a reparar lo que “en los seres que le llegaban” estaba enfermo, roto o disgregado.

     -Vienen acá y me entregan sus cuerpos vapuleados  -exageró señalando el futón-. El masaje tailandés o los cuencos tibetanos son la puerta de entrada. A medida que van tomando confianza te empiezan a hablar y ahí entonces es cuando les propongo hacer el curso de la abundancia o ingresar en los registros akáshicos.

     Observé el futón con aprensión. Del techo colgaban unas luces de colores que más que iluminar le daban al local un sesgo penumbroso, como de reservado. ¿Yo me tenía que tirar en ese colchón oscuro donde iban a parar los exangües? Me obligué a dejar a un lado mi obsesión por la limpieza. En la época en que íbamos al colegio era capaz de sentarme en el suelo sucio del patio, en el estribo de la puerta de atrás de los colectivos, en cualquier vereda y contra cualquier pilar o paredón. El mundo a mi alrededor nunca era roñoso ni hostil, no me tenía que precaver de sus gérmenes ni de sus alimañas. Es más, de chica no entendía la preocupación de mi abuela por “encerar” o de mi mamá por “lustrar los bronces”. Ahora eran mis propios hijos los que me miraban con rencorosa extrañeza cuando les prohibía pasar por el lugar de la casa que acababa de limpiar.

     Nos pusimos al día. Pasó algo más de una hora. Luego Haruka miró un reloj de pared y me hizo una seña para que me echara sobre el futón. Si no arrancamos ahora, señaló, va a venir mi paciente de las dos y te vas a ir sin haber probado el masaje. Pensé en la indolencia de mis hijos frente a las pelusas o los hongos de los azulejos del baño. Si ellos pueden, yo puedo, me dije.

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