El
surmenage le había servido a Haruka para dejar todo lo que la vida artística
tenía de egocentrismo y petulancia y abocarse a reparar lo que “en los seres
que le llegaban” estaba enfermo, roto o disgregado.
-Vienen acá y me entregan sus cuerpos
vapuleados -exageró señalando el futón-.
El masaje tailandés o los cuencos tibetanos son la puerta de entrada. A medida
que van tomando confianza te empiezan a hablar y ahí entonces es cuando les
propongo hacer el curso de la abundancia o ingresar en los registros akáshicos.
Observé el futón con aprensión. Del techo
colgaban unas luces de colores que más que iluminar le daban al local un sesgo
penumbroso, como de reservado. ¿Yo me tenía que tirar en ese colchón oscuro
donde iban a parar los exangües? Me obligué a dejar a un lado mi obsesión por
la limpieza. En la época en que íbamos al colegio era capaz de sentarme en el
suelo sucio del patio, en el estribo de la puerta de atrás de los colectivos,
en cualquier vereda y contra cualquier pilar o paredón. El mundo a mi alrededor
nunca era roñoso ni hostil, no me tenía que precaver de sus gérmenes ni de sus
alimañas. Es más, de chica no entendía la preocupación de mi abuela por
“encerar” o de mi mamá por “lustrar los bronces”. Ahora eran mis propios hijos
los que me miraban con rencorosa extrañeza cuando les prohibía pasar por el
lugar de la casa que acababa de limpiar.
Nos pusimos al día. Pasó algo más de una
hora. Luego Haruka miró un reloj de pared y me hizo una seña para que me echara
sobre el futón. Si no arrancamos ahora, señaló, va a venir mi paciente de las
dos y te vas a ir sin haber probado el masaje. Pensé en la indolencia de mis
hijos frente a las pelusas o los hongos de los azulejos del baño. Si ellos
pueden, yo puedo, me dije.
No hay comentarios:
Publicar un comentario