sábado, 16 de septiembre de 2017


En el colegio, recordé mientras me internaba en una galería oscura y húmeda de San Isidro, Haruka me pedía en las pruebas que le soplara. Una vez nos sacaron la hoja a las dos: a mí por soplar y a ella por no saber. Conocí la furia y la inquina. Juré sentarme para siempre en otro banco. No cumplí porque nadie era capaz de hacerme reír como ella y los churrascos  a la plancha que nos hacíamos en las frías madrugadas de invierno al volver de las fiestas, el escrúpulo con que evaluábamos en qué se habían equivocado nuestros padres y la firme determinación de hacer de nuestras vidas un solo y largo día feliz, nos unía más allá de las desavenencias de los exámenes.

     Había otras cosas de Haruka que me sacaban: la impuntualidad y su manía por ayudar. Cuanto más reventados, torvos, iconoclastas y desaprensivos fueran o se mostraran nuestros compañeros, mejor podía crear Haruka un guión donde ella era la heroína-rescatista. A los chicos que le gustaban solía preguntarles: ¿sos feliz? Y yo creo que la vacilación le hacía restregar las manos de felicidad porque le permitía entrar en escena.

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