En el
colegio, recordé mientras me internaba en una galería oscura y húmeda de San
Isidro, Haruka me pedía en las pruebas que le soplara. Una vez nos sacaron la
hoja a las dos: a mí por soplar y a ella por no saber. Conocí la furia y la
inquina. Juré sentarme para siempre en otro banco. No cumplí porque nadie era
capaz de hacerme reír como ella y los churrascos a la plancha que nos hacíamos en las frías
madrugadas de invierno al volver de las fiestas, el escrúpulo con que
evaluábamos en qué se habían equivocado nuestros padres y la firme
determinación de hacer de nuestras vidas un solo y largo día feliz, nos unía
más allá de las desavenencias de los exámenes.
Había otras cosas de Haruka que me sacaban:
la impuntualidad y su manía por ayudar. Cuanto más reventados, torvos,
iconoclastas y desaprensivos fueran o se mostraran nuestros compañeros, mejor
podía crear Haruka un guión donde ella era la heroína-rescatista. A los chicos
que le gustaban solía preguntarles: ¿sos feliz? Y yo creo que la vacilación le
hacía restregar las manos de felicidad porque le permitía entrar en escena.
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