domingo, 10 de septiembre de 2017


Ese año yo me había reencontrado con mi mejor amiga de la secundaria. No la veía desde el nacimiento de su hijo que ya había cumplido quince años. ¿Se habría cambiado el nombre? Solía hacerlo cuando éramos chicas. Me aseguró que para mí seguía siendo Haruka que en japonés significa “brisa distante de primavera”. ¿Y para los otros? Depende, dijo entornando los párpados y mirando al bies un hilo de agua que corría por la vereda.

     Unos años atrás, me confesó en la calle aquel día, había sufrido un surmenage. A partir de entonces dejó de bailar y dirigir concerts y se convirtió en terapeuta. La palabra “terapeuta” se ha vuelto misteriosa, un poco como “empresario”. El espectro de lo que abarcan es tan amplio y ambiguo que cuando a uno le dicen “soy terapeuta” o “soy empresario” lo primero que piensa es: “me están ocultando algo”. Lo cierto es que Haruka me invitó a su consultorio para darme, dijo así, un masaje milenario.

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