domingo, 18 de febrero de 2018

Cuando miras el cielo


Última noche romántica con Lorenzo.

     Ha prometido prepararme uno de sus platos favoritos y se viene todo cargado de bolsas.

     Voy sacando: pechuga de pollo, arroz basmati, cebollas, ajo, cilantro, jengibre, leche de coco, salsa de tomate, curry, garam masala y una botella de whisky escocés “single malt” con doce años de añejamiento.

     Como en el reparto de virtudes a mí me toca el rol de chica-austera frente a sus desbordes dionisíacos, se adelanta. A la cantinela de que el whisky ése le debe haber costado una fortuna, opone que en la bodega donde compra, el mes pasado le dieron un vale por $400. Así que sólo tuvo que poner $200. Una bicoca.

     Hora y media más tarde estamos cenando con música de los Jersey Boys.

     La vida moderna nos provee de un microclima perfecto: 24°C y cubeteras que saco del freezer para atemperar el Connemara.

     Lorenzo es perfecto en todo lo que se propone.

     Sobre el colorido plato indio aterriza una violencia occidental de tenedores.  Hablamos de trabajo. Le digo que voy a empezar con los talleres. Él me sirve otra medida para celebrar y desliza dólares bajo mi laptop.

     Estiro los brazos en agradecimiento y entonces se produce una explosión corta y compacta.

      Nos quedamos sin luz.

      Busco velas.

     Ahora sí la noche se ha vuelto verdaderamente romántica. También calurosa.

     Le digo a Lorenzo que voy a bajar para asegurarme de que mi vecina se encuentra bien.

     Lucy tiene algo más de setenta años. Y está perfectamente. No necesita prender velas, dice, el hijo le regaló un farolito de luz led.

     Agobiados por el calor abrimos del todo la puerta-ventana y sacamos a la terraza unos colchones.

     Las ramas del fresno de la vereda nos hacen cosquillas en los brazos y el gato negro de Lucy se da automasajes contra nuestros pies.

     Le propongo a Lorenzo un juego: sacar del lenguaje una palabra.

     Sin pensar Lorenzo tira “tres”.

     ¿Tres palabras?

     No, dice, la palabra tres.

     Entonces, digo, si por ejemplo uno quiere ir a comprar tres docenas de huevos, ¿cómo las pide?

     Un maple, por favor, dice Lorenzo.

     Nos reímos.

     Habría que sacar a las tres marías, digo después mirando el cielo. Y a los triángulos, la trinidad, el poder tripartito, el adulterio y las tricotas.

     ¿Las tricotas?, dice Lorenzo.

     Sí, las tricotas: ¿no son suéters de tres colores?

     Me parece que no, dice Lorenzo. Son sólo suéters.

     Ah.

     Tengo las manos detrás de la nuca y veo de pronto que de la escalera caracol se va desenrollando una señora en vaporoso camisón blanco.

     Aunque estamos vestidos y no hacemos otra cosa que acariciar las estrellas con los ojos, conozco el pundonor de mi vecina y quisiera alertarla. ¿Pero qué voy a decirle? “¡Cuidado! ¡Estoy con un hombre!”. Podría caerse por la escalera del susto. Así que la dejo. Termina de subir y me levanto para conducirla a través del deck. El piso de alambre cede bajo nuestros pasos.

     Qué piso de miércoles, se queja Lucy.

     Estoy con Lorenzo, le susurro.

     ¡Ay pero me hubieras dicho!, se indigna soltándome el brazo.

     Lorenzo también se levanta y la saluda. Enseguida saca una silla y yo me pongo a hablarle del garam masala y el curry.

     Aunque ya está medio frío, le llevo a la terraza un platito para que pruebe.

     El whisky que le sirve Lorenzo le gusta todavía más.

     Nos ponemos a criticar a Edenor. Agotamos anatemas y después nos quedamos así, mirando el oscuro vacío, escuchando el fragoroso silencio.

     Las tres marías están verticales, dice de pronto Lucy.

     Sí, sí, decimos.

     Cuando miras el cielo, estás mirando el pasado. Muchas de las estrellas ya han muerto, como tus sueños.

     ¡Impresionante! ¿Te la acabás de inventar?, le pregunto a Lucy.

     No, la leí en internet.

     Volvemos al silencio como animalitos temerosos.

     Soy yo la que sale de la cueva con una pequeña daga para romperlo.

     ¿Ustedes tienen sueños muertos que todavía brillan?

     Lucy dice que sí, todos sus sueños brillan.

     Es una pena que la vida acabe tan pronto.

     Lorenzo dice que su sueño brillante y muerto es la empresa que tuvo.

     Yo digo que a mí me hubiera gustado casarme de blanco.

     Pero los sueños imposibles son como el canto de las sirenas, concluye Lorenzo: un sonido hipnótico que te tira abajo.

      Hace un silencio breve.

      Retoma: siempre hay estrellas luminosas y vivas, sueños que es posible alcanzar.

      ¿Cómo cuáles?, pregunta Lucy.

     Entonces se produce otra explosión y vuelve la luz.

     Nos miramos la ropa blanca bajo el farol de la terraza, los cuerpos que rápidamente juntan razones desperdigadas para cubrirse.

     Lucy dice que mejor baja, ya puede prender el ventilador.

     Con Lorenzo empezamos a juntar los colchones, a guardar la noche disparatada en los bolsillos.

     Él mañana tiene que salir temprano y manejar ocho horas.

     Yo le respondo que también madrugo y me pongo a lavar los platos.




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