viernes, 2 de febrero de 2018

Enrollada entre sus lenguas




Un hombre solemne bajo su uniforme de dril anotó nuestros documentos y el número de patente. Me estiré hasta la ventanilla de Lorenzo y le dije que él me dejaba y se iba. Al hombre no pareció importarle. Movió la boca como un dibujo animado y nos pidió que abriéramos el baúl. Doblamos a la derecha, avanzamos dos cuadras, a la izquierda, a la derecha otra vez.

     Cuando finalmente se abrió el ancho portón de hierro con puntas de lanza, giré mi cabeza y agité las dos manos hacia Lorenzo. No me gustan las despedidas. Embutido en su viejo Renault azul y con las manos colgadas del volante, parecía un muñequito playmobil listo para ir a jugar con su contrincante de la entrada.

     No tuve tiempo de pensar lo que veníamos hablando. Mejor. Hay cosas que no tienen remedio. Salieron a recibirme un par de collies de pelo largo y una mujer mustia de batón gris. Arriba del batón se sacudía un delantal blanco. Adelanté mi cuello para darle un beso y la mujer se quedó tiesa como una piedra. Le celebré el voladito del delantal. Ella bajó la cabeza y también lo miró pero como si le acabara de pasar una cucaracha. Nunca sé manejarme con el personal.  El señor aún no había llegado, dijo mientras avanzábamos por un sinuoso camino de ripio. De golpe quise tirarme entre los arbustos aledaños y hacer un picnic. Debía ser el perfume de la madreselva. Tiene efectos narcotizantes. Había unos autos estacionados así nomás junto a la casa. De atrás de una rueda salió un lagarto. Pegué un salto y me así sin pensar al brazo de Mustia que enseguida explicó que se trataba de la mascota de Santino. No hace nada, dijo. La casa podría haber sido la de William Faulkner o la de Lo que el viento se llevó. Una mansión. Los collies se habían puesto cariñosos y yo trataba de interponer la colchoneta enrollada entre sus lenguas húmedas y mis pantorrillas.

    Esperé en el vestíbulo, sentada en un butacón de terciopelo. Del techo colgaba una araña gigante de caireles y luces que se balanceaba al son secreto de un airecito alto. Al rato apareció un nene rubio de remera rayada. No tendría más de tres años. ¿Y Pancho?, me preguntó. Di vuelta las palmas hacia el techo y curvé los labios exagerando. El nene giró el pomo de la pesada puerta principal. ¿Vos sos Santino? Tino, no ´tá, contestó. En la pared opuesta se apoyaba una mesa con tres portarretratos de marco imponente. Me acerqué. Una foto mostraba a Valeria Mazza con su marido y los hijos en Punta del Este. Otra a Pampita, Pico Mónaco y los chicos de ella, también en la playa, todos vestidos de blanco. En la tercera Luisana Lopilato y Michael Bublé tomaban helado con sus niños. Tenía esta última en las manos cuando una voz a mis espaldas dijo:

     -Cuando vuelva a estar flaca, restituyo las nuestras.





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