Un
hombre solemne bajo su uniforme de dril anotó nuestros documentos y el número
de patente. Me estiré hasta la ventanilla de Lorenzo y le dije que él me dejaba
y se iba. Al hombre no pareció importarle. Movió la boca como un dibujo animado
y nos pidió que abriéramos el baúl. Doblamos a la derecha, avanzamos dos
cuadras, a la izquierda, a la derecha otra vez.
Cuando finalmente se abrió el ancho portón
de hierro con puntas de lanza, giré mi cabeza y agité las dos manos hacia
Lorenzo. No me gustan las despedidas. Embutido en su viejo Renault azul y con
las manos colgadas del volante, parecía un muñequito playmobil listo para ir a
jugar con su contrincante de la entrada.
No tuve tiempo de pensar lo que veníamos
hablando. Mejor. Hay cosas que no tienen remedio. Salieron a recibirme un par
de collies de pelo largo y una mujer mustia de batón gris. Arriba del batón se
sacudía un delantal blanco. Adelanté mi cuello para darle un beso y la mujer se
quedó tiesa como una piedra. Le celebré el voladito del delantal. Ella bajó la
cabeza y también lo miró pero como si le acabara de pasar una cucaracha. Nunca
sé manejarme con el personal. El señor
aún no había llegado, dijo mientras avanzábamos por un sinuoso camino de ripio.
De golpe quise tirarme entre los arbustos aledaños y hacer un picnic. Debía ser
el perfume de la madreselva. Tiene efectos narcotizantes. Había unos autos
estacionados así nomás junto a la casa. De atrás de una rueda salió un lagarto. Pegué un salto y me así sin pensar al brazo de Mustia que enseguida explicó
que se trataba de la mascota de Santino. No hace nada, dijo. La casa podría
haber sido la de William Faulkner o la de Lo
que el viento se llevó. Una mansión. Los collies se habían puesto cariñosos
y yo trataba de interponer la colchoneta enrollada entre sus lenguas húmedas y
mis pantorrillas.
Esperé en el vestíbulo, sentada en un butacón
de terciopelo. Del techo colgaba una araña gigante de caireles y luces que se
balanceaba al son secreto de un airecito alto. Al rato apareció un nene rubio
de remera rayada. No tendría más de tres años. ¿Y Pancho?, me preguntó. Di
vuelta las palmas hacia el techo y curvé los labios exagerando. El nene giró el
pomo de la pesada puerta principal. ¿Vos sos Santino? Tino, no ´tá, contestó.
En la pared opuesta se apoyaba una mesa con tres portarretratos de marco
imponente. Me acerqué. Una foto mostraba a Valeria Mazza con su marido y los
hijos en Punta del Este. Otra a Pampita, Pico Mónaco y los chicos de ella,
también en la playa, todos vestidos de blanco. En la tercera Luisana Lopilato y
Michael Bublé tomaban helado con sus niños. Tenía esta última en las manos
cuando una voz a mis espaldas dijo:
-Cuando vuelva a estar flaca, restituyo
las nuestras.
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